miércoles, 21 de junio de 2006

Bilbao, Der Sturm

Era un Bilbao de hule negro sobre la mesa de madera, un Bilbao correoso de tinta china en el que las calles húmedas cobijan viandantes apresurados, señoras de chubasquero amarillo y que llevan una bolsa de la verdura y cabellera de furias desmelenadas mientras corretean y están a punto siempre de abrir alguna boca enorme de Munch: señoras en algún puente viejo, el puente de las escalerillas, el puente colgante.

El hule negro y el charco de gasolina y barro mezclando su pringue churretoso con el arco iris de la descomposición de sus elementos químicos (un barroco, una especie de cola de pavo real en medio de la basura). Lo veía cuando pasaba por La Alhóndiga Municipal, aquel extraño y fascinante edificio, depósito de vinos que había sido polvorín artillado durante la guerra: hubo antiaéreos en sus cuatro esquinas y una vez se les cayeron a los milicianos los obuses que almacenaban con gran choteo de la chiquillería que podía haber volado con la misma risa. La Alhóndiga negra, de un negro de carbonilla y gasolina descompuesta era el monumento de mi Bilbao expresionista. ¿Qué Berlín años 20? Bilbao años 60 era el expresionismo hispano antes de haber adquirido noticia de tales exotismos. Aquello era una mugre auténtica que, como niño cristiano que era, no acerté a saborear del todo. La ría era el centro de la basura licuefacta, la veía como un gigantesco desagüe marrón oscuro con todo tipo de desechos industriales útiles para ser hundidos por nuestros tiragomas. La magia de los desechos, su elegante y eléctrica perfección. Algo allí estaba tirado y roto y muerto como la gente que corretea por la calle con sus gabardinas y sus paraguas negros. ¿Dónde estarán ahora los legendarios niños malos de Recaldeberri? ¿Serán habituales del Atleti? Bilbao era un hule negro, antiguo, avejentado, corroído por sus propios ácidos. El negro, el negro oxidado y triste con su gris desparramado por el aire. Qué gris aquel sin sombra. Gris puro, ceniza en las nubes, en la cara. La ceniza comiéndoselos a todos para que pudieran sufrir mejor las maldades, los lenocinios de la vida. Eso era la vida. Había una magnífica vida muerta en Bilbao, en las señoras de la Plaza de Arriquivar, las locas -que fueron dos, si no recuerdo mal: la loca titular y otra que le hacía la competencia, algo más discreta en el vestir- desmelenadas ambas con su cara de grito de Munch a todas horas. Qué belleza. Cómo se puede mezclar tan bien la ternura delirante de las tiendas de ultramarinos y sus tenderos de Burgos o de Palencia con la desgreñada figura de la señora de la compra y su bolsa de red de plástico y sus verduras corre que te corre para no sufrir tanto mientras llovía y llovía. Por Arriquivar, por Recalde, por la Concha, por los descampados de La Casilla, con el barro embarrándolo todo, con la prisa del señor pequeñito y pálido y su correteo, ocupadísimo y tan serio y su gabardina blancuzca, por el Parque, por las fábricas y la Pérgola con sus estatuas de obreros desnudos y de señoras de la compra desnudas.

Todas las mujeres en Bilbao eran señoras de la compra desgreñadas y con su gabardina blanca desgastada y su grito de Munch. Sí, me dirán que también había otras: estaban las estatuas del Parque, las caras de señoras de la compra chorreando agua de sus bocas. Había, sobre todo, señoras de la compra. Los señores eran siempre esmirriados y con su paraguas y la cara de porteros pálidos.

Había una cervecería pringosa con ranas por allá arriba, con las ranas de jugar a la rana, y se podía uno emborrachar y vomitar luego en casa. Pero eso no era todo, ya sé que había señores deportivos en las Arenas y el tenis de Landachueta y toda aquella tontería lerda de Bilbao. La pena es que no tenía gracia ninguna ni posibilidad de competir con la mugre. La mugre infinita, inagotable relucía siempre con la lluvia.

Qué bien se estaba cuando llovía a mares y la ría bajaba con sus círculos de lluvia y en el Parque de los patos se veía oscura La Pérgola y los árboles tan lejanos y antiguos con sus hojas para hacer barcas y echarlas al agua. Y sus triciclos. Absurdo imposible el de los triciclos de alquiler. Me caí de uno de aquellos triciclos derrengados. Fíjate. Caerse de un triciclo y espachurrarse la rodilla, a quién se le ocurre. Pero qué bonito era dejarse ir por la tarde solitaria hacia los recovecos oscuros de las casas abandonadas de Indauchu. Aquellos chalés del misterio. Y tener miedo. Miedo del hule negro, de las calles que no iban a ninguna parte y se perdían por San Francisco y Las Cortes, con las señoras de la compra que ahora se escondían en los portales o daban gritos a las ventanas y a las vecinas y a los perros y a los señores pequeños y pálidos con el paraguas húmedo y daban gritos de Munch y se iban corriendo a casa con su gabardina y el pelo desgreñado a sentarse a llorar en la mesa de hule negro.


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