miércoles, 21 de junio de 2006

Travesía del Aire

(Valladolid, 1972)


Cuando el árbol solo, el seco árbol de la plaza nos acogía, podíamos mirar al viento de luz, la luz blanca de un día inmóvil e infinito. Había una música sin tiempo en todas las umbrías, y el brillo de la lluvia, el brillo de las corazas de la lluvia, dibujaba el corte de aquella geometría de filos, de puntas brillantes y erizadas.

Las voces caían como cristales, como espejos momentáneos en los que señalar el aliento cuajado; caían una y otra vez al agua, al agua de peces lentos, al agua verde de aquellas tardes.
Abríamos las ventanas y la noche se derramaba sobre la mesa. Abríamos las ventanas y otra vez la música hacía de escala con que alzarse a alguna cumbre de luz antigua. La ventana abierta hacía hueco en la noche y se colaba una lluvia de luciérnagas.

Y de nuevo las voces, las voces salidas de pasillos sin final, de las luces de sus baldosas, de la bombilla de neón que no se apaga, e incita, llama con su fulgor amarillento para que algún otro apague la voz que ella convoca.

Vivíamos el sueño del agua, la grácil sensación del ahogado que se enamora de la luz, que ya no ve, que sólo escucha la pura delicia de un día sin final que ya es el suyo.


(En la solapa del libro de Ángel Sopeña Travesía del Aire, Esquio-Ferrol, La Coruña, 1988)



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Cariñosas las observaciones