sábado, 8 de julio de 2006

Diario de lecturas 3. Personas y lugares





Jorge Santayana (1863-1952) y Ezra Pound (1885-1972)

(En pags. 152b-153b del cuaderno grueso de espiral, el de "churritos", que le digo)


Segunda lectura de Persons and Places de George Santayana, esta vez como Personas y lugares en la versión de Trotta (G.S., Personas y lugares. Fragmentos de autobiografía, Trad. de Pedro García Martín, Trotta, Madrid, 2002), por cierto bastante desmañada y en ocasiones (abundantes) decididamente torpe. La había leído hace años, con esfuerzo, en San Leonardo (Soria), en una fotocopia que hice de los tres tomos de la edición Scribner: G. S., Persons and Places (1944, 1945, 1953), Charles Scribner's sons, Nueva York,1963, que me prestó Ricardo Alonso Maturana quien, a su vez, los tomó prestados de la Biblioteca "Loyola" de Deusto junto con la agotadísima versión de Losada de Proceso y Realidad de Whitehead. Gracias le sean dadas desde aquí.

Creo que fue mi primera lectura de un texto literario extenso en inglés. La recuerdo como un placer, verdadera delicia. De algunos pasajes que me atraían había traducido fragmentos, escritos a lápiz en las caras en blanco de la fotocopia. Ahora, delante de esta versión de Trotta, considero una pena que hayan "devuelto" a España de esta manera el magnífico libro de Santayana. Como español, merecía un trato mejor. Aprovechando aquella lectura creo ahora que debí haberla llevado hasta la traducción, pero estaba demasiado entretenido por mi versión y desentrañe de los Cantos de Pound (amigo de Santayana desde los años 30).

Las memorias de Santayana fueron el descubrimiento de aquel verano. Elegante prosista inglés en ese género que mezcla reflexión y relato autobiográfico. Es lástima que la calidad y precisión de su estilo se pierdan casi siempre en la versión española de Trotta. Al menos eso me ha permitido hacer una segunda lectura de "corrector" algo más incómoda pero también más rápida que la primera.

La precisión del lenguaje es esencial para conservar la atmósfera mental y la sensibilidad de un libro. Las vaguedades en las malas traducciones destruyen en muchos casos el "tono" de un pasaje, su suave ironía. Aplanan el texto, lo convierten en periodismo malo, la chapuza de un lenguaje para mascar.

Curioso personaje, Santayana. Su perpetua soledad contrasta en sus memorias con la presencia constante de los amigos. Son unas memorias formadas casi exclusivamente por retratos de amistades. Y sin embargo, es una persona esencial y casi naturalmente sola. Su desarraigo. ¿Es su desarraigo la explicación? Al menos sí que debió ser la raíz, el desencadenante. Pero da también la impresión (en la que él, complacido, insiste) de ser un exiliado permanente y sin remedio. Un hombre destinado al exilio. Sobre todo cuando presenta el ejemplo de su hermana Susana y su fracasada tentativa de "arraigo" como española en Ávila por medio de su matrimonio con aquel fantoche tan castizo que resulta ser don Celedonio Sastre (¡qué nombre!). El cariño de Santayana hacia Susana y el espectáculo de su sacrificio inútil parecen afianzarlo en la elección de la soledad como destino personal, como "condición". Se diría que acabara por verla como su genuina naturaleza.

Quizá Pound pudiera haber recibido el primer tomo (cuya publicación en 1944 también fue una aventura: el manuscrito, incompleto, tuvo que viajar oculto en valija diplomática vaticana en 1942 para sortear, desde Roma, las restricciones de comunicación con América) nada más aparecer, y tenido ocasión de leerlo en ese año angustioso de la caída del régimen, la efímera república social de Salò, el presentimiento del final, el viaje a pie de Rapallo al Tirol para ver por última vez a su hija, o quizá al menos haberlo leído antes de su detención en 1945. Ya preso en el DTC de Pisa y, a la espera de una posible orden de ejecución, se acuerda de su amigo Santayana:

Pound, Cantos LXXXI (518-519). La versión es mía.

[...]
Lo que importa es el nivel cultural
dale las gracias al Benin(1) por esta mesa excaja de embalaje
"no le digas a nadie que te la hice yo"
dijo una estupenda máscara como aquella de Frankfurt(2)
"Así no andarás más por el suelo"
Ligera como la rama de Kuanon(3)
Y al principio molesto por la chapucería
el diminuto embarcadero destartalado, pero luego vio las altas
ruedas de la calesa
y se reconcilió,
George Santayana al llegar al puerto de Boston
y mantuvo toda su vida ese ligero ceceo
del español
como una gracia casi imperceptible [...]
______________
(1). Un soldado negro del DTC.
(2).El museo de etnología africana de Frobenius.
(3).Bodhissatva de la misericordia.

Santayana, Personas y lugares, I
«El día de nuestra llegada hacía mucho calor, ese calor húmedo y sofocante del verano de Nueva Inglaterra; hubo naturalmente cierta confusión al desembarcar y todo parecía raro e inexplicable. Era un escenario desagradable. No veía muelles de piedra, que yo asociaba con los puertos, como en Bilbao, en Portugalete, y después a escala imponente en Liverpool. No había diques; sólo un embarcadero de madera elevado de forma precaria sobre limosos pilotes, bajo el que se movían las sucias aguas marinas; y sobre él una gran nave de madera, como un establo lleno de mercancías y cubierto de basuras. América no era rica todavía, sólo se estaba haciendo rica; la gente trabajaba febrilmente para obtener rápidos ingresos, y dejaban que el futuro se marcara a sí mismo. [...] Una vez en tierra firme, o más bien en los ásperos tablones del muelle de la Cunard, en lo que parecía la sala de equipaje de una gran estación, busqué con la mirada carruajes y caballos. Los carruajes -cualquier cosa con ruedas- habían sido mis juguetes preferidos. Los míos habían sido pequeños, para poderlos arrastrar una y otra vez alrededor de la mesa del comedor, tirados por una cuerda. Pero más emocionantes habían sido en Madrid los carruajes de verdad, tan elegantes y relucientes, con sus alegres ruedas rojas o amarillas, sus braceantes caballos, sus solemnes cochero y lacayo y las sonrientes damas en su interior. Pero ¿qué es lo que vi aquí? Quizá hubiera vehículos de varios tipos; pero justo delante de mí lo que llamó en primer lugar mi atención fue algo parecido a un gran cochecito de niño suspendido en el aire sobre cuatro enormes ruedas esqueléticas: Robert lo llamó un buggy. Las ruedas delanteras eran casi tan grandes como las traseras, con las llantas casi tocándose. Aquellas ruedas delanteras eran demasiado altas para colarse debajo de la carrocería; al girar, la cubierta más próxima tenía tendencia a rozar contra el lateral haciendo un ruido siniestro y desagradable, por lo que a un buggy le resultaba imposible dar una brusca media vuelta; este carruaje extremadamente pequeño no podía hacer más que un amplio giro, y corría el peligro de volcar a cada esquina. Así, por casualidad, en el primer momento de poner el pie en el Nuevo Mundo, captaron mi atención símbolos de la ingeniosidad y la precipitación yanqui que no pude entender en absoluto pero que instintivamente me gustaban y me disgustaban. Me fascinaba el juego de aquellas ruedas esqueléticas, cruzándose como abanicos giratorios en el aire, y me daba asco un sucio y desvencijado malecón como aquél para una gran línea de vapores. Ahora pienso que ambas cosas expresaban la misma mentalidad. El malecón servía para su inmediato propósito, pues allí estábamos desembarcando de manera segura en él; no había requerido ninguna gran inversión de capital; y ¡qué importaba que fuera feo y no pudiera durar mucho? Podría durar lo suficiente para compensar a la compañía y facilitarle la construcción de uno mejor. En cuanto al buggy, su mínimo peso economizaba fuerza y hacía posible la velocidad en caminos arenosos y mal cuidados. El modesto agricultor podía cumplir con él sus misiones, y el aficionado a las carreras podía correr en él con su rápido par de caballos. No importa si al final resultaba como una especie experimental y demasiado ambiciosa de insecto, que desarrolla un órgano extraordinario que asegura una ventaja inmediata, pero que conduce a peligros fatales. La ingeniosidad abstracta es un deporte que conlleva su propia recompensa. El gusto por ella señala la independencia de una mente sagaz sin carga alguna de tradiciones demasiado inflexibles, si exceptuamos precisamente esta tradición de libertad experimental, de hacer y perder dinero, de hacer cosas para tirarlas y de estar contentos más que avergonzados de tener siempre que empezar de nuevo.»

(George Santayana, Personas y lugares, trad. P. G. García Martín, ed. Trotta, Madrid, 2003, p. 164-165).

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