domingo, 30 de diciembre de 2007

Verde Gabán


La conversación de la otra noche con J. V. ¡Qué difícil es conocer a una persona por los indicios de una charla de sobremesa tan de circunstancias e intentar saltar por encima de lo circunstanciado (muy numeroso aquella noche del 24 para quien escribe, y más aun a tales horas) y adivinar, completar un puzzle y hacerlo verosímil! ¿Qué habría más allá de los indicios, algunos tan llamativos como la afición al bridge (que de inmediato me convocó la imagen de Juan Benet -no me pregunten por qué-, o, si me lo preguntan, diría que por algunas menciones literarias que se hicieron, sobre todo al hablar de la novela Tristram Shandy en la versión española de Javier Marías, algo como si: Tristram Shandy+Marías+bridge = Benet o su fantasma)?

Lo que venía a cumplir el papel de eficaz pantalla de la "verdadera historia" era lo aparentemente más obvio: la figura de un hospedero de casa rural (y en su caso algo más: un pequeño castillo del XV con un anexo conventual del XVI terminado en iglesia) que a mediados de los 80 habría abandonado una vida de ejecutivo y regresado a la casa familiar para tentar ocupaciones de ganadero (un primer proyecto de cachemir abandonado a favor de otro de ganado lanar más convencional o quizá sólo para la venta de carne), industrial quesero (de cierto nivel y calidad, pero con dificultades de distribución y mercado por esa su misma exigencia: "si no me hubieran salido tan buenos desde el principio no habría tenido tantos problemas") y ahora, según parecía, la de hostelero de las alas sobrantes de su vivienda e incluso, aún en proyecto, de la iglesia adjunta, a la que pensaba, tras su restauración, emplear como local para festejos o bodas de un cierto copete (que en la foto no sale; está al extremo del ala en L que prolonga la casa fuerte).

La imagen del "bon-vivant" retirado del tráfago se complementaba con la de un lector exigente: refinamiento y estándares de corte británico que a mí me recordaban al canon importado por la generación de los 50-60 (Benet, Gil de Biedma, etc.) a partir de las menciones ejemplares que me hizo de Stevenson, Conrad, o El Buen Soldado de Madox Ford, etc., y, claro, las de Borges o Monterroso.

Y esa vaga sensación que queda a veces (y sin razón concreta) de alguien a quien hubiera merecido la pena conocer mejor.



lunes, 17 de diciembre de 2007

Llovidos callejones



39 [Aria. Echo. BWV 248] Flößt, Mein Heiland...


A veces has sentido una suave modalidad de la desaparición. Una especie de emparedamiento. Me acordaba el otro día de alguno de esos momentos. Cuando en una reunión se habla de cualquier cosa. Y entonces aparece la puerta, la ventana, y tú desapareces por ella. Como si dejaras de estar y te ausentaras del momento, y sucede a propósito de lo más trivial. Te acuerdas, entonces, de una escena: por ejemplo, la de una película china: la de una esquina callejera de ciudad llovida, como cierta Shangai de la memoria intemporal. Ella aparece con su gabardina casi transparente (no, eso no era una película china, era Blade Runner, la que salta por encima del escaparate y de los maniquíes. No, ésta no era, aunque no estaba tan mal aquella lluvia y su callejeo). Yo quería decir una película china que no he visto, pero sí recordaba haber visto una sola escena, la escena de la calle, del callejón, de las escaleras (y ahora se me cruza la figura algo fantasmal de Rafael Cansinos Asséns que también vivía en el fondo de un callejón llovido y había que bajar igualmente unas escaleras; allá, al fondo, olía a pis de gato y vivía con una su hermana soltera, y qué cabronazo podía ser cuando odiaba el tan cariñoso de Ramón Gómez de la Serna(1): pues eso, que al pobre de la cara de caballo lo odiaba a base de bien, a conciencia: no en vano había sido alumno de la Compañía).




 
No, pero tampoco era eso; era, más bien, un quedarse fuera, en algún lugar de Nadie cuando en el restaurante recordabas la escena de la película china desconocida, la del callejón de Shangai y la chica de la gabardina que bajaba a por algo o allegaba algo, alguna comida humeante, o no llevaba nada, pero la escena casi dolía, de su misma tensión aislada, como en algún extraño desfile (donde llevaban algo era en Blade Runner, era uno de esos nidos golondrineros en las manos, calentito, ¿o era una de esas “primaveras” churruscantes bajo la lluvia?). Se podía ver la temblorosa manera de bajar unas escaleras húmedas y el frío y la inclinación oblonga, un “enclín” antinatural, con gente apretrujada sonriendo obligada y ceremonialmente y entonces quisiste explicar lo que pasaba pero no se pudo. Así que mejor callarse cuando ya no estabas.

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(1) Hace unos días daba vueltas a ese “arranque” de la vanguardia española en una calleja parisina: Durante el viaje a París (1909), cuando Ramón visita el destartalado teatro de barrio y contempla el espectáculo nocturno de Colette-Willy y ve a La Polaire y piensa en la “blanca carne de lechazo”. Y escribe Revelación y la publica en Prometeo. Y, después, todo lo demás. En Automoribundia no lo vuelve a mencionar (cap. XXXI). Contarlo con fotos de las dos. A ver.