lunes, 21 de enero de 2008

Chico "disco"

El otro día fui a una discoteca. Me habían invitado. Había que ir. Hace ya mucho tiempo que han dejado de gustarme ese tipo de locales de esparcimiento. Y la culpa es mía. De pequeño, de adolescente que empieza a querer ligar, hacía como que bailaba (¡Mentira! -Te quedabas junto a aquel tocadiscos bastante desvenciijado y desde allí, desde aquel apartadijo que simulaba un bar y una cabina de "disc-jockey", arrojabas miradas intensas hacia al altiva Beatriz, "Bea" -¡Qué habrá sido de ella!-, en los vaivenes del azaroso y monótono bailoteo, y aparentabas, en el mismo instante en que su cara se orientaba hacia tu esquina, interesarte apasionadamente en la mecánica del brazo del tocadiscos potroso y en los discos y sus álbumes y en la música) para aprovechar la ocasión y tender algún débil hilo que hiciera de germen propiciatorio del puente ciclópeo que cimentaría aquel futuro Amor que ya se vislumbraba... Así un guateque tras otro. Sábado tras sábado. El recopilador de miradas intensas. El bibliotecario de perfiles a media luz. Qué tortura. Aquellos guateques en un gallinero de alguno de los amigos de la cuadrilla, al que se accedía esquivando las convenientes gallinas y conejos, junto a la iglesia del pueblo azul y marinero de los veranos primordiales del mundo. Aquello, sí. Aquello sí que era un suplicio idiota, pero, como el responsable también lo era a conciencia y, por ende, disfrutaba como un místico de tales momentos repetidos como calcomanías, merecía la pena el esfuerzo, el suplicio chino de las escasas miradas recibidas como uñas penetradas por agujas.

Después vinieron ya las discotecas, o, no, tampoco aún; algo menos: tan sólo bares con discos y música de ambiente. Éramos pocos, dos exactamente y salíamos de caza. Íbamos primero a documentarnos en alguna película de Rocío Durcal o Marisol y, ya equipados de imágenes poderosas, nos aproximábamos hacia aquella zona de bares con música donde solían aparcar las niñas finas de la ciudad. Acontecían conversaciones absurdas en las que mi compañero Juan Carlos hacía de interlocutor experto y este servidor de misterioso recién llegado. Las conversaciones no solían llegar nunca a casi nada. A veces nos sentábamos con alguna de ellas o con varias a la vez o nos dábamos una vuelta con un par de amigas, en tácita doble pareja, para regresar un rato más tarde al mismo local. Y la música sonaba siempre. Nadie bailaba. Tomábamos, tan serios, nuestras consumiciones con la esperanza de que semejante aburrimiento desencadenara un «algo, qué sé yo qué, misterioso». Y nunca pasaba nada.

Por fin llegaron las discotecas de verdad. ¿O no llegaron? ¿Hubo alguna vez en la que entraras a una discoteca a bailar o a simular que bailabas para intentar alguna conversación casual y lo pasaras bien por esa o por otra cualquiera razón sobrevenida?

La música moderna casi nunca te gustaba. O si es que te gustaba lo hacía de un modo utilitario, porque servía para propiciar musicalmente alguna clase de fetichismo, de fijación e intensificación de imágenes sentimentalmente queridas, obsesivas, que se adherían a la melodía o al ritmo como lapas y eran, si escuchadas en la apropiada circunstancia, disparadas por ella (¡Aquella Pop corn psicodélica en el último verano del pueblo!).

No sé por qué, pero la otra noche sentí que me ahogaba allí, en medio de la gente y de la música.

domingo, 13 de enero de 2008

Calles llovidas (y 2)



Sí, el otro día volví a patear las viejas aceras mojadas, con sus losetas de ochos en cruz (como cuando, hace ya mucho, paseaba por Bilbao, y me solía quedar mirando sus típicas losetas de ochos, y parecía que el dibujo te hipnotizara), y a reconocerlas como familiares; volví a ver las viejas calles ajetreadas y repletas de paraguas cuando la lluvia arreciaba. Asistía al funeral de mi cuñado (otra víctima joven de la maldita enfermedad: Aunque lo esperes nunca crees que todo suceda tan rápido). Apretaba la lluvia cuando sacaban el féretro: esa escena que se repite siempre, la de sacar un féretro en medio de una calle tan estrecha en el momento mismo en que el tráfico es más denso y cae más agua. La acera también era muy estrecha, las escaleras de la iglesia, la gente apretujada y en posturas difíciles para caber (esa timidez en el dolor y el respeto al del que tienes al lado y la lluvia que cae más fuerte), y después el féretro en un ángulo casi imposible, alzándose. Esa escena que hemos vivido más de una vez. Gente que recuerdas de hace mucho, que crees recordar, que crees conocer vagamente porque te saluda y la ves gobernada por el mismo dolor y la sientes, por eso mismo, tan próxima y tan distante.

(Vuelven las imágenes recurrentes de aquella película china que evocaba en una entrada el mes pasado).

viernes, 4 de enero de 2008

Hasta luego

No sé si la entrada anterior lograba sugerir (me temo que no) una fase más en mi periódica intención de cerrar el blog o, si no del todo, sí al menos la de colocarlo en un estado de latencia equivalente a la extinción. Deberes y compromisos varios, si es que hay suerte, me entretendrán lo bastante como para que mi parsimonia productiva agote los límites de la indolencia que ya es la marca de la casa. Prefiero no aburriros con más de una entrada al mes.

Siempre agradecido a vuestra constancia lectora y comprensión,

Javier

martes, 1 de enero de 2008

Carpiendo un año nuevo (tópico)


Hay una cierta dificultad cuando toca convertirse en un eficaz productor de instantáneas representativas de lo vital y "autónomo" (tarjetas de visita) que nos identifiquen, nos fijen por un rato al menos. La de esa misma producción. Daría la impresión de que lo maquinista, cuando surge como estética de la modernidad, o de alguna modernidad (y no solo en el obvio "futurismo" y sus contaminaciones) aparece ya con su triple faceta: la productiva, la instantánea, la vital. Manda, frente a lo que pudiera parecer, la primera, y porque manda ella, las otras dos obedecen; y así la idea de lo instantáneo como cumplimiento de algún tipo de intensidades, de ápices vividos, se falsifica al automatizarse hacia el más apropiado cumplimiento de la serie de los actos contables.

Las rosas de la virgen tenían su solera, pero es que antes hablaban de ciertos goces únicos y también de los que se desgastan y no vuelven; mientras que ahora nos prometen premio si alcanzamos la ventanilla feliz. Y eso de lo vital se nos devuelve como bonito abanico de automatismos, una eficacia de engranajes que parece agraciar a los admirablemente realizados: móvil, vivaz, cataléptico, eléctrico, bello hoy ("¿No te han enviado el memo?" oigo, despistado en un zapping de la tele, que le dice el oficinista de la brasa en los ojos, el "angustiado carne de cañón", al ya deglutido de las gafas de culo de vaso que se pelea por la grapadora).

-Sí, ya hace tiempo que me lo enviaron. Mira, aquí lo tengo, bajo la mesa, tapado con una manta para que no se me enfríe.
___________________
Pongo la foto de la Polaire porque, aunque no lo parezca, esta nota surge de un frustrado arranque de entrada sobre Ramón como "vivaz maquinista", algo sobre el entorno estético-erótico de su prosa Revelación (1909), etc., ya mencionada.
...Y feliz año a los sufridos lectores.