jueves, 21 de febrero de 2008

Pinchos

Tropiezos, esquinas, cardos. Todo raspa.

Sí; pues, por alguna razón que no me apetece indagar en estos momentos, hay veces que se diría que prolifera una cierta atmósfera arcaica capaz de sensibilizar las superficies táctiles hasta volverlas carne viva y, al unísono, todo lo que pudiera ser esquina se esquinece un poco más, se bordifica, se emputece y dota de largos pinchos incisivos, caltrop, calcatrapas, tríbulos, abrojos: los tiraban al suelo para que te quedaras allí clavado con toda la caballería relinchando sangres sobre el polvo. Para gozo y disfrute.

No, pero tampoco por algo en especial. De un vago y desmayado modo genérico. Es decir que bendito sea el cotidiano discurrir de las cosas sobre algún tipo de papel de lija diseñado al efecto. ¿Qué haríamos, si no, cómo nos defenderíamos de la suavidad pringosa, de esa gelatina industrial con la que debe andar dispuesta la pista de carreras homologada que a todos nos orienta hacia ese final discreto y silencioso, insonorizado, según la disposición experta de los que saben? Al menos cuando algo chirría estamos vivos, nos "notamos".

¿Te acuerdas, por ejemplo, de cuando jugabas a pillar en la plaza pública, a la salida del cole, la bata escolar a manera de capa al viento de centurión o legionario y la agitación misma entusiasta era lo que, en la dinámica del juego, te privaba del equilibrio, y el empuje glorioso nos propulsaba sobre el pavimento de asfaltadas piedrecillas que ya se encargarían ellas solas de arrancarte delicadamente la piel de la rodilla y dejar al aire el hueso? Vendas, yodos, largas temporadas de esparadrapo, deliciosas postillas purulentas valían tanto o más a la larga que el propio ardor desencadenante. Regalaban realidad y "experimento".

Por eso deberíamos agradecerles a las cosas que se nos pongan caprichosamente híspidas y rechinantes. Es lo suyo. Lo ha sido siempre. Las cremosidades estomagan. Dan dentera. No. Hay que notarse, arañarse un rato entre las ortigas.

Al menos, de vez en cuando...
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La entrada de Covarrubias [fol. 7r.] se lee, como casi todas las de su Tesoro, con gusto:

"ABROJO. Es el desdichado fruto de una mala planta, dicha tríbulo, por las tres puntas que produce en el abrojo, el qual también se llama tríbulo. Sembrado por el suelo, de qualquiera suerte que cayga, levanta en alto una punta, y porque los crueles tyrannos, algunas vezes atormentavan con hazer passar los hombres por encima dellos con los pies descalços, este género de tormento se llamó tribulación, y de allí qualquiera trabajo que aflije al hombre y le fatiga. Entre los ardides de guerra, pone Vegecio, lib. 2, De re militare, el de los abrojos de hierro, que los siembran en la tierra para que, passando sobre ellos los cavallos se manquen. En las disciplinas de los que por devoción se açotan, ponen unos abrogillos de plata con que se sacan mucha sangre. La etymología de abrojo es vulgar: abre el ojo; porque el que fuere por el campo no labrado y espinoso, ha de llevar los ojos despavilados, mirando al suelo, especialmente si no lleva buenos çapatos y suelas dobladas. El griego llama el abrojo "chersaeos", terrestris, ut Gaza vertit ex Aristoteli: incultus de terra, quae non habet cultores; porque ordinariamente nace en la tierra no labrada, y es propio fruto suyo; en respeto del pecado de Adán, a quien dixo Dios, Génesis, cap. 3: Spinas et tribulos germinavit tibi, etc. Del abrojo ay una empresa con la letra stabit quocunque cadat; dava a entender, el que usó della, que en qualquier estado próspero o adverso, perseveraría en su fee y propósito."