domingo, 31 de octubre de 2010

Larry Eigner y Juan Ramón



Nuevo amanecer

el cielo dejó caer
su blancura invisible

vimos salir de
la nada

vacías las azules

estrellas

nuestro verano
por tierra

como la última noche otra
vez

deshecho.
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Again dawn


the sky dropped
its invisible whiteness


we saw pass out
nowhere


empty the blue


stars


our summer
on the ground


like last night another
time


in fragments

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Lo tomo de aquí.
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No sé si lo entiendo ni medianamente bien, pero, por un momento, de quien más pronto me acuerdo es... ¿de quién te crees?, sí, del menos pensado, de JRJ que arranca de una parecida manera, salvadas las distancias, su Segunda Antología Poética en 1923. Las azules estrellas de Eigner, las verdes de Juan Ramón, ¿o no?:

ALBA
Se paraba
la rueda
de la noche....

Vagos ángeles malvas
apagaban las verdes estrellas.
Una cinta tranquila
de suaves violetas
abrazaba amorosa
a la pálida tierra. (....)

Juan Ramón Jiménez, Segunda Antología Poética [1923], Espasa Calpe, Universal, Madrid, 1949, p. 11.


(Escribo esto hace tiempo; no sabía que la nota andaba por ahí tirada. Ahora quizá sé algo más de Eigner: la reciente edición de sus Collected Poems en cuatro volúmenes editados por la Universidad de Stanford, su enfermedad, etc.)
Más información aquí y aquí.


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Vagos ángeles malvas.
 «Blancura invisible» en vez de «vagos ángeles malvas». Claro. Es la diferencia fundamental. La semejanza quizá derive de que ambos poetas evocan el mismo género, el alba, y su tradición. Eigner no tiene tan cerca la mitología cristiana...ni ese color. El colorismo de JRJ. Hasta el exceso, ¿verdad? ¿Será exacto? (ser exacto también con lo subjetivo, recomendaba el maestro). No lo sé. Ese color lo que es un poco es «cursi». Ya se lo debió decir en persona su amigo Gómez de la Serna: -Juan Ramón, eres magníficamente cursi, y escribió un interesante ensayo sobre el particular. Cuando he pensado en el color -por asociación USA y quizá inconsciente deseo de equilibrio- no he podido evitar acordarme de esas tartas que a veces se dejan ver en las fiestas americanas de las películas o reportajes: tienen una supongo que deliciosa costra malva, indefectiblemente todas ellas; sin la costra de ese color no la sacan a la mesa. Aquí son ángeles. «Ay, Señor».

con pocos, pero doctos libros juntos


Esta mañana (y en medio de otras labores perentorias) leo ese verso citado en un blog. Entonces, y, como gatilladas casi al unísono, dos circunstancias, dos tiempos diversos, se me representan en el mismo repente: la una de anteayer, de cuando mi compañera Marile me está enseñando orgullosa su flamante adquisición en la local feria del libro: el tomo de la Obra en Verso de Quevedo, en la edición de Luis Astrana Marín, Aguilar, Madrid, 1932. Me lo deja manosear (la encuadernación gastada, pronta al derrumbe, pero las páginas finamente craquelantes y nítidas como corresponde al papel biblia de la colección Aguilar de obras completas. Algo caro, bastante; le han pegado un palo, vamos, pero tengo idea de que los aguilares se cotizan así o más alto). Envidia. Yo ya dispongo de la poesía de Quevedo en otras ediciones y casi completa o en la medida que cabe, pero la primera de Astrana es la primera de Astrana (¡Pobre hombre, cómo le pusieron a caldo o hecho un verdadero «tugurio de piropos» sus doctos sucesores los quevedistas modernos por ser tan sólo un pobre profe de colegio, un aficionado, sin la adecuada especialización filológica, cuando él, solito, y a su manera si quieres un tanto casera, sí, se desenterró más de medio Quevedo desconocido!). Me acuerdo de haber fotocopiado en Deusto la descripción bibliográfica de los impresos y manuscritos que figura como apéndice a su volumen para mis labores con el Caballero de la Tenaza. La segunda circunstancia es más remota, de hacia la primavera del 75: alguien nos llevaba enlatados en un 600 desde la Uni a casa, y ya no sé por qué, pues los alumnos automovilizados no eran tan corrientes por aquel entonces, y menos lo era que aquellos compañeros se ofrecieran a llevarte en el autito... ¡ah, pero, claro!, íbamos con la doña, con la novia de Quevedo a bordo («hay que saber bien quién es quién en nuestra profesión»), y eso ya era muy otra cosa: «¿Te quieres venir conmigo a Michigan?»...«Yo me voy a ir este verano». Encantadora mujer.

domingo, 17 de octubre de 2010

Creeley, si os parece





Para mis amigos, los amigos del arte (ellos ya saben), una tentativa.

Clásico

Si te sientas en esta vaga desolación
contemplas el pálido invierno gris, la colina

con esa ajada y progresiva formalidad,
 todo se hace un mismo aburrimiento clausurado

sobre la lisa laguna -oh, el joven,
oh, brindis acartonados del tiempo,
oh, inútil, desesperada fe, vacua confianza,
como apóstrofes de plúmbea virtud, mis hijos inocentes,

 ¿por qué no mejor rabia, un plan, disputas,
 y todo cuanto fueras y lo que deseaste:
 mero útil de casuales compañías; y los tuyos
fijos se ven, colgados, esparcidos

como tortura abstracta?

Un solo instante y todo cambia ya,
vida y muerte, tus dedos ayer ágiles
en un tiempo de carne se han perdido,
 la cabeza cargada, los circuitos quemados,
lágrimas baratas, nostalgias, siempre
las mismas olvidadas concesiones.



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Classical

One sits vague in this sullenness.
Faint, greying winter, hill
with its agéd, incremental institution,
all a seeming dullness of enclosure

above the flat lake –oh youth,
oh cardboard cheerios of time,
oh helpless, hopeless faith of empty trust,
apostrophes of leaden aptitude, my simple children,

why not anger, an argument, a proposal,
why the use simply of all you are or might be
by whatever comes along, your persons
fixed, hung, splayed carcasses, on abstract rack?

One instant everything must always change,
your life or death, your articulate fingers lost
in meat time, head overloaded, fused circuit,
all cheap tears, regrets, permissions forever utterly forgot.



Robert Creeley «Memory Gardens»[1986] en The Collected Poems of Robert Creeley, 1975-2005, University of California Press, Berkeley, 2006, p. 271.