jueves, 27 de enero de 2011

El tendedero

¿Te acuerdas de aquella tarde, la del tendedero de ropa, aquel gigantesco, blanco y de madera? Ahora ya no acierto a figurarme ni por lo más remoto el motivo de tu enfado: algo que te habían prometido y, por circunstancias, no se cumplió. Alguna cosa así. Me fijé en la cara de malas pulgas que ponías (me llamó la atención porque no era nada frecuente). Te veía allí, en la esquina de la cocina, seriecito y muy callado, pensativo, una cosa rara. ¿Qué le pasará? A un lado pendía la cuerda para maniobrar aquel pesado colgador de madera, un enorme armatoste del que solían colgarse las sábanas húmedas y otra ropa voluminosa con intenciones de secado (quizá no se gastaban mucho por entonces las secadoras y en Bilbao llovía con frecuencia). En aquel momento la ropa se había recogido y el artilugio estaba libre. Visto y no visto: según notaste la cuerda, le diste un tirón. El colgador cayó y se desvencijó contra una de aquellas viejas cocinas económicas de hierro, la que tenía debajo según caía. Una de sus esquinas laterales o especie de proyección decorativa o brazo te alcanzó en la cabeza. Si te da de lleno te mata, te la abre como un melón. Pero no. Hubo suerte. Me acerqué de un salto, nada más oír el estruendo, y como ni te inmutaste, pensé que no había sido nada hasta que pude ver la brecha entre los pelos, una buena boca en medio de la pelambre rubia que usabas entonces a manera de casquete medieval. «Corriendo», debí gritar. «Al Cuarto de Socorro» (así se decía por entonces a lo que ahora llaman Servicio de Urgencias). Pálido y tranquilo, inmutable, te dejabas llevar en volandas. Fue una tarde animada. No dijiste palabra mientras el taxista sorteaba el tráfico para ponerse a tono con mi perentoriedad y acercarnos al Hospital de Basurto. Por lo noche nos partíamos de risa recordando el incidente y tu aspecto con aquella venda enorme que te abrigaba la cabeza.