miércoles, 4 de febrero de 2015

Hablando

Cuesta encontrarte cuando la pantalla de los demás se interpone. Sobran los demás. Están demasiado presentes para que podamos vernos los dos. Hay tanta gente que habla y gesticula y se interpone en nuestra conversación... Entonces no nos vemos. Vemos lo que ponen los demás, lo que dicen, si es que dicen algo.  ¿Por qué no alejarlos hasta un fondo remoto donde sus gestos, sus palabras no nos interrumpan, no se interpongan? Solos nos vemos mejor.  Sin sombras, sin rastros ajenos. Solos ya somos muchedumbre. Nos encontramos fácilmente. Nos vemos mejor cuando nadie nos ve. Sin embargo, los demás están ahí y vuelven a interrumpirnos, quieren su atención, piden su presencia. A veces son graciosos, entretenidos, y otras, no. Depende de la ocasión. Cuando interrumpen nuestro diálogo de dos y parece que se metieran en la cama con nosotros, que comieran en nuestro plato y trastearan con los vasos y los tenedores de nuestra mesa, entonces se vuelven molestos y y se presentan fuera de hora y de momento, inoportunos. Vivimos con los demás, pero queremos vivir solos, ajenos, en nuestro tiempo. Un tiempo ajeno a todos y que nos pertenece tan sólo a nosotros. Queremos vernos por vez primera permanentemente y ser sólo para nosotros el desconocido que se descubre. Ser náufragos de una isla desierta, recién presentados. Y serlo de nuevo cada vez. Como si fuera la primera. Entonces somos lo que sólo nosotros sabemos que somos. Lo vamos inventando trabajosamente cada día, en cada ocasión nueva. Nadie más participa. Nadie más sabe. Nadie nos conoce. Pero pasan los días, las cosas cambian, salimos al mundo, todo se mueve. Debemos movernos con los demás, y volvemos a encontrarnos con esos gestos y palabras ajenas. Las interrupciones. Nos molestan y nos parecen ajenas, lejanas. Y lo son. Para nosotros lo son. Para lo que somos resultan ajenas, torpes o indiferentes. Las olvidamos, aunque formen parte también del mundo. Ese mundo frío y ajeno, molesto e indiferente de los demás. Cuando estamos nosotros solos no hay nunca lugar ni hay mundo o el mundo que hay es el nuestro, el que se define en nuestros gestos, nuestras palabras, esas que siendo de cada uno nos pertenecen a los dos y nos convierten en lo que somos, los dialogantes de una conversación interminable. Sólo entonces nuestro mundo, el que hemos ido creando trabajosa y lentamente, es el único mundo verdadero.