De vez en cuando parece que las cosas, nuestras cosas o (si fuera necesario concretar) mis propias cosas, se desfondaran, carecieran -como probablemente sea, en efecto- del menor motivo de interés para nadie. Así que entonces dejamos que el peso caiga y que las cosas caigan, y nos retiramos para no obstaculizar su caída, nos dejamos de ocupar, nos desentendemos.
No sé si hacemos mal o bien: quizá bien si se atiende a cualidades o al atractivo de las tales cosas que, en el mejor de los casos, podrá ser marginal, escaso o el propio de un mero capricho para curiosos; pero creo que es entonces también, y cuando nos dejamos arrastrar por ese humor negro, por esa melancolía, cuando es muy posible que hagamos mal, y hasta muy mal, en un sentido relativo, y seamos injustos para con nosotros y lo nuestro (pero no un «nuestro» de positivas proyecciones, de presencias o valiosas realizaciones, sino ese otro «nuestro» más decididamente personal: el del cuidado que precisa lo de uno mismo para consigo mismo, el interés que nos despertamos por lo específico de la propia labor o el que me despierto yo por mi tarea, por «lo mío» en cuanto que ocupación y que equivaldría, en definitiva, a lo único que hay). El mundo que debiéramos vigilar, nuestro mundo; pues si él se hunde, nosotros vamos detrás con él.
Que ese descuido pudiera verse como una prefiguración de la muerte no es difícil conjetura. Esa desgana que te va carcomiendo el edificio y se extiende como una lepra. Algo que empieza por justificarse en la sospecha del natural desinterés ajeno: «total, si esto no le importa a casi nadie». Y es irónico que sea entonces cuando surjan aquí y allá, esporádicos pero insistentes, los desmentidos de un cierto aprecio y seguimiento: «Te solía leer, pero últimamente como lo has dejado...». «Vaya, ahora aparece el público», te dices. Porque había público y no te habías dado cuenta.
En otro orden de situaciones pasa algo parecido, y, en concreto, también nos vamos descolgando de las personas; y nos empiezan a resultar desconocidos incluso aquellos que hasta hace poco nos fueran más próximos, o por milagro a veces recuperamos también y simultáneamente una vieja familiaridad que ya creíamos perdida. Pero quizá es que somos nosotros los que cambiamos. Todos lo hacemos. Sin notarlo casi, nos vamos alejando de antiguos hábitos, de la costumbre o adoptamos otras mal compatibles con aquellas abandonadas: y una noche contemplamos al amigo, que ahora es capitalino de adopción y desconoce ostentoso los rituales de la provincia, así que, por eso mismo, nos desconoce, y le vemos hacer tales alardes de mundanidad mientras se pavonea y estira el desplegado estro de una sorna experta de connaisseur... «Antes era distinto», te dices. Ya. Pero antes también lo éramos nosotros.
Distintos e iguales, habituados o desacostumbrados, nos vamos alejando poco a poco. La máquina de la vida nos devora y las dentelladas que nos enseñamos en la conversación no acaban nunca de casar bien entre sí.