En alguno de mis cuadernos encuentro anotado un fragmento de la siguiente prosa de José María Eguren que os paso completa.
TROPICAL
SOÑEMOS UNA NOCHE en el país de la maravilla, en la región de las quimeras, en el campo bruno, azul, de la naturaleza silvosa. La quinta de una hacienda perdida en el silencio infinito; una luz de parafina, un tapete verde sobre la mesa de rocambor. Una mariposa tardía del crepúsculo se ha quedado dormida. Es de oro puro, con las alas plegadas semeja una cruz de malta. Es fina y bella esta figulina de la penumbra dorada, esta condecoración imperial de los bosques. Es un primor inanimado; seguramente no piensa; porque es una joya. No de igual toque dos mariposas nocturnas grises, de felpa mate, que semejan enmascaradas. Estas marquesas antiguas de carnaval vienen quizá del árbol seco y venenoso. Un coleóptero verde se enciende como una lámpara; una cicindela bulle y se duerme. La guirnalda de alas azules chispea en su epifanía. Todos parecen dirigirse a la luz del rey insecto, ovoide y zarpón, enteramente grotesco. Sobre una pieza de dominó está la diosa del lago verde, azulina; la diosa palustre de dormidas antenas. Ha navegado a la luna, como Cleopatra en el Nilo. Oblicua en el ataque, se le atribuyen secretas pasiones. Estos seres pensierosos de la noche sienten intensamente. Yo vi una hormiga sobre un mármol iluminado, que corría presurosa con grandes rodeos y se detenía indagadora ante cualquier objeto mínimo. Súbitamente se paró en firme ante el cadáver de una compañera y en actitud que simulaba el espanto, levantó las antenas, permaneció un instante recta y huyó rápida al punto de venida. A poco llegaron otras hormigas, al parecer guiadas por ella y mostraron igual terror. Quien siente el espanto puede sentir tristeza; aunque ésta sea menos instintiva y más depurada. ¿Cómo será el pesar de los insectos nocturnos? ¿Será un sentir de colores? La noche tiene tintes de muerte, como el amanecer de melancolía. Pero el infortunio del insecto debe ser efímero como su vida, pasajero como su levedad. Es inasequible el conocimiento de la sabiduría oculta de estos hijos de la tiniebla. Viven en países de maravilla, en las oquedades del bosque. No es posible que la umbría les niegue parte de su secreto y que desconozcan la tierra donde ha transcurrido su existencia, para ellos seguramente prolongada e intensa. ¡Qué alegría la de sus danzas multicolores! En la hondura sobre los altos fresnos achaparrados, están sus pequeñas salas luminosas. Comienza su danza de perlas, a la luz de las luciolas bullen y giran los insectos claros; unos vestidos de ultramar y rojo como militares, otros de verde como hojas animadas. El efecto de conjunto es sorprendente. Lejos de los hombres dan sus fiestas de joyería, sus bailes babilónicos cerca del búho, emperador sombrío. Colgadas en las cimeras están las crisálidas, que titilan bajo sombra en la gesta plena de las reencarnaciones. La pequeña oruga ha muerto aparentemente para renacer en la nueva noche, con su traje de muselina. Es una niña de verde tenue con el talle delgado y ágil, verdaderamente elegante. Cuida de que no se le borre su tocado de finos polvos; pasan una vida de amor y mueren en belleza. El insecto penetra profundamente en la naturaleza de los vegetales, no solamente por la transmisión del polen sino también por su substancia misma. Las pequeñas arañas de la retama son amarillas como las flores de esta planta y tienen un polvillo igual. Parecen flores animadas, transformaciones mágicas. Estos leves arácnidos deben saber la esencia misteriosa de las retamas, de elegante sencillez. ¿Diréis que esto no nos llega, pues quedamos en el umbral, siempre en ignorancia de los fenómenos que nos rodean? Precisa un tercer agente revelador, un semidiós griego que nos dicte un nuevo mito. Pero este movimiento de orden, esta concordancia entre la vida animal y la vegetativa nos trae sugerencias, algunas de las cuales se avecinarán a la verdad o serán la verdad misma. El pensamiento se dilata cuando sentimos ese murmurio distante, la banda de los zancudos que llega desde los hontanares del bosque. Príncipes azulinos, jorobados de florete, han vivido toda suerte de aventuras. Personajes de leyenda medioeval, saben todas las consejas y han visto en sus rondas las beldades dormidas. Si los murciélagos rubios originaron el duende; así los zancudos seguramente fueron los paladines de la noche. Pero si a estos dípteros se les puede calificar de fantásticos y picarescos, el grillo es un tenor endomingado, paje de escala, toda la noche desvelado, llega a ser patético con su canto dulce como un caramelo. De análoga manera la luciola enamora con su luz esmeraldina. Sería hermoso que la mujer prototipo de belleza, en este tiempo pasional se aureolara con celeste luz. Cuando las luciérnagas son coloridas simulan incomparables gemas. Por los jardines encantados vuelan estas princesas de la noche. Bajo la hilera de los árboles profundamente obscuros, aparecen dispersas, con sus pequeñas lámparas; discurren ante los ojos de las fieras y encienden el pajonal y las aguas color de mercurio. Más que terrestres parecen selenitas, seres ardientes amigos de las ánimas y de la libélula fantasma. Se diría que con su lamparilla intermitente y sorpresiva habían descubierto las dríadas y las ninfas núbiles. Los insectos con las varias facetas de sus ojos son videntes y así como oyen a mucha mayor distancia que nosotros, indudablemente descubren beldades ignotas, con su mirada y con su luz. En las noches obscuras bajan el río, sobre troncos carcomidos, las lindas pirotécnicas; vienen con la repunta de la sierra, en ciertas noches fantasmales. Otras más bellas vermiculares permanecen en sus campos nativos y adornan las fiestas campesinas con sus primores aladinescos. Ahora que el grillo canta su trova a la rana azul y los cigarrones han penetrado a la biblioteca, sin duda para reírse del murciélago centenario que no sabe leer todavía, el tapete se ha cubierto de coleópteros anaranjados, topadores y lentos. El escarabajo sagrado de los egipcios, de esotérica influencia, se creería que hasta hoy descifra los jeroglíficos de la antigua ciencia; ellos mismos son un jeroglífico. En estas regiones cálidas de las noches galvánicas, de las selvas impenetrables, hierven innumerables organismos; se diría un mundo subterráneo, por lo denso de sus entradas sesámeas. En tales espesuras se descubren nuevas formas animadas. Hay una araña de las riberas del Pachitea que tiene tal semejanza con el gorila que parece una reducción de éste. Su color verde veronés plateado le da una apariencia fantasmal; mitad insecto y mitad cuadrúpedo. Los géneros zoológicos tienen un punto de unión. En casi todas las representaciones naturales prima el círculo, imagen del mundo. No he visto nada más singular que esta araña del Pachitea que aparece como un pequeño espanto; como una tejedora de quimeras incansable, en sus cuartos de follaje, como una aya antigua y cangilona. Pero es maligna y rara la tejedora implacable, que sabe los secretos mortales; como si la muerte, en las noches cerradas, le dictara su tenebrosa vida. Desde las sombras del anochecer, cuando la chotacabras arabesca se ha dormido, se oye el tintineo que sale de los musgos y brezales. Es un canto alegre comparable a los valores musicales de nuestros maestros. Es el acento más vivo y transparente del genio de la noche; un canto poético siempre igual y siempre nuevo; una tarantela de melodía y frescura. Hay insectos que viven y aman en la música; pues, cantan toda la noche. La elegancia de sus tules los gentiliza; siempre parecen exóticos, de parajes lontanos y harmoniosos. Ven y oyen a mayor distancia que la fauna entera; se elevan más que las águilas; cantan delicadamente sus campesinas tonadas; aman la luz más que Turner, el pintor de la luz. Van a la conquista de la lámpara y nadie sabe lo que contemplan en ella sus ojos. Poliédricos, multicolores. La mujer es una flor, el insecto una joya. Se aproximan generalmente por su inquietud y curiosidad y por el amor; aunque la mariposa ama en grado constante. Es amiga del hombre; cuando lo conoce lo acompaña hasta morir. Es difícil desprenderse de la esfinge cuando se posa en nuestras manos; arrojada del aposento ronda toda la noche, golpeando los cristales. Ha llegado otra banda de alas transparentes, los insectos del amor y del canto, los de la extraña ciencia. Llegan con instrumentos músicos a esta Escuela de Atenas, liliputiense y bella, a la velada de la casa remota. Amanecerán muertos o entumecidos estos viandantes de la noche, hijos del miedo y de las quimeras, flores vivientes, encajes sonoros, de la misma seda con que se tejen los sueños. Algunos de ellos, sin duda han visto a los elfos y el cochecito dorado de la Reina Mab. Enmudecen, porque no sabemos su idioma; pero nos hablan tácitamente, nos brindan las sugerencias ensoñadas. Campanilleros del musgo, tiranos de las flores, caballeros del lago y de la montaña, caleidoscopio de sutilezas, vienen en miríadas en la noche, iguales o distintos, arpejean sus sonidos mágicos. El bosque es inmensurable para ellos, su mundo es excesivo. ¿Qué pensarán del océano y de los astros blondos? Su senda es de colores y tonos suaves; su sueño de perfumes. Triunfan también los neurópteros sensibles. Después de la mujer y la flor no existe nada tan tenue y elegante como la libélula azul; es la garza palomera de los insectos y la que se remonta a mayor altura. Sobre la mesa verde forman un mundo de fantasmagoría, de pensamiento impenetrable. Son mínimos; lo pequeño se acerca a la esencia de la vida, al principio. Lo grande es siempre visible, lo pequeño es superior a nuestros sentidos.
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* Publicado en La Noche, Lima, 1º de enero de 1931, p. 5, bajo el título de “Apuntes tropicales”. En el Archivo José Carlos Mariátegui se conserva un recorte de este motivo aparecido en La Noche en el que el título, “Apuntes tropicales”, ha sido tachado y con el mismo lápiz se lo ha cambiado a “Tropical”.
José María Eguren, Obra Poética. Motivos, prólogo, cronología y bibliografía de Ricardo Silva-Santisteban, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005, págs. 295-299. (Hay un Pdf del libro accesible en internet). Leído primero en José María Eguren, Poesías completas y prosas selectas, Colección Autores Peruanos, Edit. Universo, Lima [s.a.], págs. 287-291, donde conserva el título de "Apuntes tropicales".
Breves notas biográficas de Eguren, aquí. o aquí.
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En realidad lo que me movió a buscar en el cuaderno esa (aquella, la de ahí arriba, quiero decir) prosa Tropical, allí copiada hará unos diez años, fue un pasaje del Doctor Faustus de Thomas Mann releído este viernes último y que traslado:
«Leverkühn padre era, sin duda, un especulador y un adivino, y ya he tenido ocasión de decir que su tendencia a la investigación -si tal palabra puede emplearse para designar lo que en realidad no era otra cosa que soñadora contemplación- se inclinaba siempre hacia una orientación intuitiva, semi-mística, inseparable por otra parte, me parece a mí, del pensamiento humano cuando éste se siente atraído por las cosas de la Naturaleza. Ya de por sí, la atrevida empresa de investigar lo natural, de suscitar sus fenómenos, de «tentar» la Naturaleza con experimentos que ponen al descubierto sus modos de hacer -todo esto era, en tiempos pretéritos, considerado como cosa de hechicería y obra misma del "Tentador". Creencia respetable, a mi entender. Quisiera saber, en efecto; con qué ojos hubiese sido visto en aquellos tiempos ese hombre de Wittenberg que, según nos contaba Jonathan, había imaginado, ciento y pico de años antes, el experimento de la música visual, experimento del que a menudo nos fue dado ser testigos. Entre los contados aparatos de física que poseía el padre de Adrián, figuraba una plancha redonda de vidrio, sostenida por una sola espiga en el centro, que permitía presentar esta maravilla. Sobre la plancha se esparcía una arenilla finísima y con un viejo arco de violoncelo pasado por su borde, de arriba a abajo, se producían en ella vibraciones que a su vez repercutían en la arenilla y formaban con ella una sorprendente sucesión de precisas figuras y rebuscados arabescos. Esa acústica facial en la que atractivamente se combinaban la claridad y el misterio, lo fatal y lo maravilloso, era grata a nuestra pueril sensibilidad y con frecuencia pedíamos una nueva demostración, sobre todo porque sabíamos el placer que con ello íbamos a causar al experimentador.
«Análogo placer encontraba Jonathan en la larga contemplación de las cristalinas floraciones que el hielo, llegado el invierno, formaba en los cristales de las exiguas ventanas de Buchelhof. Su estructura le preocupaba y, a ojo desnudo o con la lupa, no cesaba de interrogarla. La cosa no hubiese tenido para él mayor importancia si las cristalizaciones hubiesen sido siempre, como lo eran en muchos casos, figuras simétricas; regulares, rígidamente geométricas. Lo que provocaba en él prolongados movimientos de cabeza en los que se mezclaban la desaprobación y la admiración, lo que no se resignaba a admitir era el travieso descaro con que el hielo coqueteaba con lo orgánico, imitando las formas del mundo vegetal, representando, con peregrina hermosura, helechos, hierbas, cálices y estrellas florales. Su pregunta era: esas fantasmagorías, ¿son imitaciones o prefiguraciones del mundo vegetal? Y él mismo cuidaba de contestar que ni lo uno ni lo otro. Eran formaciones paralelas. Soñadora y creadora, la naturaleza tuvo idéntico sueño aquí y allá y si de imitación hablamos será únicamente para reconocer que se trata de una imitación recíproca. ¿Hay que presentar las flores como modelos porque poseen una orgánica profundidad real, mientras que las cristalizaciones no son más que apariencia? Su presencia, sin embargo, es el resultado de combinaciones materiales no menos complicadas que las que provocan la aparición de las plantas. Si no comprendía yo mal las palabras de nuestro huésped, lo que le preocupaba era la unidad de la naturaleza viva y de la que podríamos llamar naturaleza inerte, el pensamiento de que somos injustos con esta última cuando trazamos entre ambas una línea divisoria demasiado rígida. En realidad las fronteras son indecisas y no existe propiedad vital alguna exclusivamente reservada a los seres vivos que el biólogo no pueda también estudiar en los modelos inertes.
La "gota voraz", a la cual Jonathan Leverkühn dio más de una vez su pitanza ante nuestros ojos, nos reveló en forma desconcertante hasta qué punto los tres reinos de la naturaleza comunican unos con otros. Una gota, sea de lo que fuere, de parafina o de aceite etéreo -me parece recordar que la gota en cuestión era de cloroformo-, una gota, repito, no es un animal, ni siquiera en su forma más primitiva. No es ni siquiera una larva. Nadie le supone el apetito de alimentarse, la capacidad de absorber lo que conviene y de rechazar lo que podría serle dañino. Pero la gota en cuestión era capaz de todas estas cosas. Flotaba aislada en un vaso de agua, donde Jonathan la había depositado con una jeringuilla antes de entregarse al experimento siguiente. Tomaba una diminuta baqueta o más exactamente un hilo de vidrio, previamente cubierto de barniz y, sirviéndose de unas pinzas, lo colocaba a proximidad de la gota. No hacía nada más. De hacer lo restante se encargaba la gota. Empezaba por proyectar en su superficie una ligera protuberancia, una especie de tubo receptor a través del cual absorbía la varilla en sentido longitudinal. Al propio tiempo la gota también se alargaba, adquiría forma de pera, de modo que pudiera encerrar dentro de sí la varilla en su totalidad. Entonces empezaba la gota -doy de ello mi palabra- a engullir el barniz de que la varilla de cristal estaba pintada e iba, poco a poco, repartiéndolo en su cuerpo que, a la vez, adquiría primero una forma ovalada y finalmente su forma redonda original. Terminada la operación, la gota empujaba de lado la baqueta, ya completamente limpia, hacia su periferia y acababa depositándola de nuevo en el agua del vaso.
«No puedo pretender que todo ello me agradara con exceso, pero confieso que me impresionaba, y lo mismo le ocurría a Adrián, aun cuando fuera grande, como siempre en estos casos, su tentación a la risa, que refrenaba únicamente por respeto a la seriedad del padre. Pero si la «gota voraz» podía tener algo de burlesco, no era posible decir otro tanto de ciertos productos naturales que de modo extraño había conseguido cultivar Jonathan y que eran asimismo ofrecidos a nuestra contemplación. Nunca olvidaré aquel cuadro. El recipiente de cristalización que le servía de marco estaba lleno en sus tres cuartas partes de un líquido viscoso, obtenido con la disolución de salicilato de potasa, y de su fondo arenoso surgía un grotesco paisaje de excrecencias de diverso color, una confusa vegetación, azul, verde y parda, de brotaciones que hacían pensar en algas, hongos, pólipos inmóviles, y también en musgos, en moluscos, en mazorcas, en arbolillos y ramas de arbolillos, a veces en masas de miembros humanos. La cosa más curiosa que me hubiese sido dado hasta entonces contemplar. Curiosa no sólo por su extraño y desconcertante aspecto sino por su naturaleza profundamente melancólica. Y cuando papá Leverkühn nos preguntaba qué nos parecía que pudiera ser aquello y nosotros le contestábamos, tímidamente, que bien pudieran ser plantas, él replicaba: "No, no son. Hacen tan sólo como si lo fueran. Pero no por ello merecen menos consideración. Su esfuerzo de imitación es digno de ser admirado por todos conceptos."
«En verdad, esas excrecencias eran de origen absolutamente inorgánico, formadas con materias procedente de la botica "Al Mensajero Salvador". Con la arena colocada en el fondo del recipiente Jonathan, antes de echar en él la solución de salicilato de potasa, había mezclado diversos cristales, y de esa semilla, en virtud de un proceso físico al que se da el nombre de "presión osmótica", había surgido la lamentable creación hacia la cual su celoso guardián quería atraer nuestra simpatía. A este fin Jonathan nos mostraba cómo esos tristes imitadores de la vida estaban sedientos de luz. Eran, dicho en lenguaje científico, "heliotrópicos". Jonathan exponía el acuario a la luz del sol, por una sola de sus cuatro caras; dejando las otras tres en la sombra, y al poco tiempo todo aquel mundo inquietante de hongos; pólipos, algas, arbolillos y masas de miembros mal formados se inclinaba hacia la pared por donde entraba la luz, y ello con tal deseo de calor y de goce que acababan por quedar pegados al cristal.
-Y sin embargo carecen de vida --decía Jonathan con los ojos húmedos de emoción, mientras Adrián, sin podérmelo ocultar, se convulsionaba tratando de reprimir la risa.
Por mi parte dejo que cada cual decida si tales cosas son motivo de risa o de lágrimas. Una sola cosa digo: esas alucinaciones son cosa exclusiva de la naturaleza, y más especialmente de la naturaleza cuando el hombre trata de tentarla. En el sereno reino de las Humanidades no hay lugar para tales fantasmagorías».
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Thomas Mann, Doctor Faustus, trad. Eugenio Xammar, Edhasa, Barcelona, 1978, págs. 24-27. Ahora que veo citada, en la entrada del blog de Félix de Azúa, una versión distinta, dudo si volver a leerla en esa traducción de Mondadori (¿será mejor que la de Xammar en Edhasa?)
Y, claro, y para concluir con lo inconcluible (¿por qué no seguir con pasajes paralelos del Ofterdingen de Novalis?), el citado episodio hermanaba muy bien con otro fragmento asimismo copiado por entonces en algún lugar aledaño del tal cuaderno en cuestión y que ya fue aludido, hará un tiempo, en este blog:
«¿Será acaso que la blancura ensombrece con su vaguedad el vacío, las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea? ¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad -muda y a la vez plena de significado- en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturalistas, según la cual todos los demás colores terrenos, toda ornamentación majestuosa o encantadora -los dulces matices del cielo crepuscular y los bosques, el dorado terciopelo de las mariposas, esas otras mariposas que son las mejillas de las muchachas- serían tan sólo astutos embelecos no inherentes a las sustancias reales, mas superpuestos a ellas desde el exterior, de manera que la divina Naturaleza estaría pintada como una prostituta cuyos incentivos sólo cubren el sepulcro interior; y cuando vamos aun más lejos y pensamos que el cosmético místico que produce cada uno de sus matices, el gran principio de la luz, es blanco o incoloro y si no obrara sobre las cosas a través de un medio lo revestiría todo, hasta las rosas y los tulipanes, de su tinte neutro: cuando meditamos acerca de todo esto, el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso; y a semejanza de esos resueltos exploradores en Laponia que se niegan a llevar anteojos coloreados, el desventurado incrédulo contempla hasta enceguecerse el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena albina era el símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?»
Moby Dick o la ballena blanca, traducción de Enrique Pezzoni, Debate, Madrid, 2001, capítulo XLII: "La blancura de la ballena" 283-284.