miércoles, 18 de julio de 2012

Leviatán

George Oppen


Leviatán


La verdad es también su propia búsqueda:
Como la dicha, y nunca será firme.

Hasta la poesía comienza a carcomerse
en el ácido. Búsqueda, búsqueda;

¿Cómo decirlo?
En lenguaje ordinario-

Ahora debemos hablar. Y ya no estoy seguro de las palabras,
La mecánica del mundo. Lo inexplicable

Es el  "predominio de los objetos".  Luce el cielo
Cada día con ese predominio

Y nos convertimos en el presente.

Ahora debemos hablar. El miedo
Es el miedo. Pero nos entregamos el uno al otro.

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Leviathan

Truth also is the pursuit of it:
Like happiness, and it will not stand.

Even the verse begins to eat away
In the acid. Pursuit, pursuit;

A wind moves a little,
Moving in a circle, very cold.

How shall we say?
In ordinary discourse—

We must talk now. I am no longer sure of the words,
The clockwork of the world. What is inexplicable

Is the ‘preponderance of objects.’ The sky lights
Daily with that predominance

And we have become the present.

We must talk now. Fear
Is fear. But we abandon one another.


**



De George Oppen, [The Materials, 1962] New Collected Poems, New Directions, edición y notas de Michael Davidson y prólogo de Eliot Weinberger,  Nueva York, 2002, p. 89.


«En un borrador previo, al poema le preceden como epígrafe atribuido a "Steven S[chneider],"escritor amigo de los Oppen desde su estancia en México, las palabras siguientes: "La felicidad es su búsqueda" ["Happiness is the pusuit of it"], de la que procede el primer verso. Leviatán: El monstruo bíblico. Thomas Hobbes usó ese título para su famoso tratado sobre "La Materia, Forma y Poder de un Estado Eclesiástico y Civil (1651)». Nota en pág. 370.


El final del 2º verso no se anota, quizá por considerarla cita bíblica familiar al lector: Isaías, 8, 10: «Determinad parecer, y no será firme» [sigo la versión de Casiodoro de Reina, como siempre en este blog].

(La ilustración es cortesía de Istefel von K)

martes, 29 de mayo de 2012

Mundos de recambio (que ya van con la garantía)

No pensar en nadie. Ponerte ante un mundo sin gente. Así no atiendes a las miserables rencillas de la pandilla ratonera. Te hace falta un verdadero mundo vacío. Es lo que pides en este momento. Un mundo de viejos tranvías de cuando antes había tranvías en general, como había flores o árboles. Un mundo, pero no como el de ayer, como el de anteayer: el que tan sólo sale por defecto cuando arranca el programa después de aparecido el cartel de Error Irrecuperable. El mundo de recambio que se guarda en la recámara o en el altillo. El que no se sacó al escaparate porque el representante lo entregaba sólo de muestra o como referencia o a manera de vínculo especial con la empresa para clientes de confianza. ¿Un mundo de pequeñas unidades cómodas para funcionar (para 'fungir') como pruebas de realidad aducibles en discusiones, en esas argumentaciones de salón francés, o las de convenciones muy intelectuales? No, para eso no vale. Es un mundo que no se ofrece al público, pero que dejamos en reserva, por si acaso, debajo del mostrador, un tanto oculto, no vaya a ser que se estropee por mal uso el de verdad y nos veamos obligados a echar mano de este otro, el que quedaba, el de repuesto.
Sus casas son casas sencillas, sin vericuetos ni torceduras ni esos arrequives que siempre llevan ya de fábrica las casas de la realidad en curso, la que venden por ahí, empeñadas en dar el pego de lo real y lo efectivo (lo eficaz; ya digo, lo que 'funge', vamos), pero que en definitiva acaba resultando tan molesto, tan atosigante por sus exigencias aparatosas y de puesta a punto y todo en definitiva nada más que para quedar bien con las visitas, con ese fisgoneo de señoras husmeantes en los rincones del mobiliario, comprobadoras de si el vestuario es el que se lleva, el de curso legal (alguna cita de Kant, el lacito en el moño...). 
Pero estas no, estas otras casas son más bien como las de los trenes en miniatura, de esos que ocupan un salón entero y casi desalojan a la familia. No precisan de citas comprobatorias del Leviatán, no hay que vestirlas con los trajes del monstruo de la cultura o, peor, de la verdad. Si quieres las usas, pero sólo muy de tarde en tarde y cuando venga a pelo. Y eso que se está a gusto en ellas e, inventadas y todo, funcionan también perfectamente y puedes preguntarle, por ejemplo, al guardagujas por la hora que es y por la dirección de la farmacia al amable jubilado del perrito lanudo. Es cierto que, cuando lo hagas, te pondrán cara de extrañeza, de estar vagamente allí sin saber muy bien por qué, quizá porque les han mandado hacerlo: estar decorativamente instalados allí mismo, en mitad de la calle, una calle que también es la de todos, y, si se les pregunta por la realidad comprobable de su papel, de su función, etc., consideran que las preguntas, todas y cualquier clase de preguntas, sobran. Si de algo están seguros es de que toda pregunta, toda inquisitiva justificación documental, allí está fuera de lugar. Al menos estos personajes, estos muñecos parientes de las miniaturas,  de las casas de muñecos y de trenes, no exigen pedigree de raza ni certificado de penales o de buen comportamiento expedido por el cura de la parroquia. No hay que andar sacando esos papeles engorrosos para, a su lado, balbucear un momento, un rato, pedir un vino en la barra, pasear distraído junto al tranvía, el almacén de víveres, la escuela del pueblo. No hay que ser del club.

lunes, 30 de abril de 2012

«Qué más dará»

De vez en cuando parece que las cosas, nuestras cosas o (si fuera necesario concretar) mis propias cosas, se desfondaran, carecieran -como probablemente sea, en efecto- del menor motivo de interés para nadie. Así que entonces dejamos que el peso caiga y que las cosas caigan, y nos retiramos para no obstaculizar su caída, nos dejamos de ocupar, nos desentendemos.

No sé si hacemos mal o bien: quizá bien si se atiende a cualidades o al atractivo de las tales cosas que, en el mejor de los casos, podrá ser marginal, escaso o el propio de un mero capricho para curiosos; pero creo que es entonces también, y cuando nos dejamos arrastrar por ese humor negro, por esa melancolía, cuando es muy posible que hagamos mal, y hasta muy mal, en un sentido relativo, y seamos injustos para con nosotros y lo nuestro (pero no un «nuestro» de positivas proyecciones, de presencias o valiosas realizaciones, sino ese otro «nuestro» más decididamente personal: el del cuidado que precisa lo de uno mismo para consigo mismo, el interés que nos despertamos por lo específico de la propia labor o el que me despierto yo por mi tarea, por «lo mío» en cuanto que ocupación y que equivaldría, en definitiva, a lo único que hay). El mundo que debiéramos vigilar, nuestro mundo; pues si él se hunde, nosotros vamos detrás con él.

Que ese descuido pudiera verse como una prefiguración de la muerte no es difícil conjetura. Esa desgana que te va carcomiendo el edificio y se extiende como una lepra. Algo que empieza por justificarse en la sospecha del natural desinterés ajeno: «total, si esto no le importa a casi nadie». Y es irónico que sea entonces cuando surjan aquí y allá, esporádicos pero insistentes, los desmentidos de un cierto aprecio y seguimiento: «Te solía leer, pero últimamente como lo has dejado...». «Vaya, ahora aparece el público», te dices. Porque había público y no te habías dado cuenta.

En otro orden de situaciones pasa algo parecido, y, en concreto, también nos vamos descolgando de las personas; y nos empiezan a resultar desconocidos incluso aquellos que hasta hace poco nos fueran más próximos, o por milagro a veces recuperamos también y simultáneamente una vieja familiaridad que ya creíamos perdida. Pero quizá es que somos nosotros los que cambiamos. Todos lo hacemos. Sin notarlo casi, nos vamos alejando de antiguos hábitos, de la costumbre o adoptamos otras mal compatibles con aquellas abandonadas: y una noche contemplamos al amigo, que ahora es capitalino de adopción y desconoce ostentoso los rituales de la provincia, así que, por eso mismo, nos desconoce, y le vemos hacer tales alardes de mundanidad mientras se pavonea y estira el desplegado estro de una sorna experta de connaisseur... «Antes era distinto», te dices. Ya. Pero antes también lo éramos nosotros.

Distintos e iguales, habituados o desacostumbrados, nos vamos alejando poco a poco. La máquina de la vida nos devora y las dentelladas que nos enseñamos en la conversación no acaban nunca de casar bien entre sí.