Precisamente porque ya va faltando esa gracia veraz, ese empeño en llegar, en permanecer dentro mientras crece el tormento suave que te encamina al final tembloroso, ávido coleóptero, tentacular, aleteante como la libélula en la poza verdinosa.
Precisamente, aquí, en este instante en que te gustaría instalar tus tiendas árabes y seguir estando, erguido, complaciente y dadivoso como viejo príncipe todavía autoritario y condescendiente, con la gana puesta al aire, al deseo intocable que se rebela y toca los extremos de las anclas de una nave en la procela, tormentosa el agua que te envuelve una y otra vez, rabioso de los viejos enlaces de marinero trabado entre los cabos y las jarcias tensos y alzados a la cima enmarañada que se agita en una búsqueda siempre inacabada, siempre insatisfecha de salvación por el exceso, el derroche de sangre o linfa o resto de veneraciones postergadas, repetido el juego, pedido el permiso, cumplida la letra del contrato, elevando a la altura del perdón todos los desperdigados columpios del ansia.
Cuando nada te espera y todo pide algún milagro del querer tan simple, del empeño en ti. Cuando no tienes dónde huir, cómo justificarte arteramente en las circunstancias, los lamentos baratos, la cosa triste de que te tocó, sí a ti, como a todos toca.
Agarrarse del aire, tentar las orillas mudas, los vacíos entrantes del desespero, ponerse a tristear en las esquinas, en la oscura tienda de las trampas, en la tétrica cara del hambre, deseoso inmóvil, querencioso apaleado.
Volver a encender la cerilla perdida para encontrar la dirección sin señas, el remite sin sobre, la culpa cierta de estar siendo el culpable menesteroso de las tardes lánguidas.
Imponer una lección falsa de aprendizaje, de sabiduría, de latente entendimiento en el puro sinsaber, adorador de morbideces, de latencias, de inexistencias. ¿Dónde el latido cierto de lo que está aquí ofrecido por entregado, por dado, por real? Porque ya es tarde y se están poniendo todos los soles de la alegría.
Sí, la alegría se inventa rabiosamente aunque no exista. No existe nunca la alegría verdadera que se trabaja inventándola, dándole fuelle para que estalle en carcajada, en risa veloz, en vida querida.
Como la vieja libélula de los pantanos, elitrosa, chisporroteo de ruidos atronadores, carraspeo perpetuo que no se piensa a sí mismo, sólo se afirma contra el caliente hálito de lo podrido.
Alas de la libélula arrancando su fuerza del calor mismo que niega el movimiento, en tu oído gritan su terror de no seguir viviendo.
Alas que quieren seguir, que piden más espacio, ámbitos anchos, instauraciones imperiales nuevas, territorios no habidos ni habitados, hechos de sólo querer hacerlos, habitarlos en la nada, fabricarlos de todo lo que hubo y desearías. Tenlo. Quiérelo. Acaricia la salamandra viuda que se envenena de sus colores, que se desliza donde haya húmeda tierra de acogida.
Donde se reciba el deseo, y se le dé la oportunidad de afirmarse, clavar las garras en el nudo de su vacío.
Donde ese vacío mismo, y de su negación, aliméntate, come gusanos, arráncate como la rana propulsa las extremidades en la desesperación de la huida.
Desea y pide y da y quiere y no quieras, pero hazlo con ganas, con la veracidad del animal que se rebela contra el cazador, inútilmente, con esa rabia misma.
Vive lo que te toca convencido de su poder, su fuerza suficiente, su justicia entera.
Quieras lo que la vida te de y que te niegue.