No pensar en nadie. Ponerte ante un mundo sin gente. Así no atiendes a las miserables rencillas de la pandilla ratonera. Te hace falta un verdadero mundo vacío. Es lo que pides en este momento. Un mundo de viejos tranvías de cuando antes había tranvías en general, como había flores o árboles. Un mundo, pero no como el de ayer, como el de anteayer: el que tan sólo sale por defecto cuando arranca el programa después de aparecido el cartel de Error Irrecuperable. El mundo de recambio que se guarda en la recámara o en el altillo. El que no se sacó al escaparate porque el representante lo entregaba sólo de muestra o como referencia o a manera de vínculo especial con la empresa para clientes de confianza. ¿Un mundo de pequeñas unidades cómodas para funcionar (para 'fungir') como pruebas de realidad aducibles en discusiones, en esas argumentaciones de salón francés, o las de convenciones muy intelectuales? No, para eso no vale. Es un mundo que no se ofrece al público, pero que dejamos en reserva, por si acaso, debajo del mostrador, un tanto oculto, no vaya a ser que se estropee por mal uso el de verdad y nos veamos obligados a echar mano de este otro, el que quedaba, el de repuesto.
Sus casas son casas sencillas, sin vericuetos ni torceduras ni esos arrequives que siempre llevan ya de fábrica las casas de la realidad en curso, la que venden por ahí, empeñadas en dar el pego de lo real y lo efectivo (lo eficaz; ya digo, lo que 'funge', vamos), pero que en definitiva acaba resultando tan molesto, tan atosigante por sus exigencias aparatosas y de puesta a punto y todo en definitiva nada más que para quedar bien con las visitas, con ese fisgoneo de señoras husmeantes en los rincones del mobiliario, comprobadoras de si el vestuario es el que se lleva, el de curso legal (alguna cita de Kant, el lacito en el moño...).
Pero estas no, estas otras casas son más bien como las de los trenes en miniatura, de esos que ocupan un salón entero y casi desalojan a la familia. No precisan de citas comprobatorias del Leviatán, no hay que vestirlas con los trajes del monstruo de la cultura o, peor, de la verdad. Si quieres las usas, pero sólo muy de tarde en tarde y cuando venga a pelo. Y eso que se está a gusto en ellas e, inventadas y todo, funcionan también perfectamente y puedes preguntarle, por ejemplo, al guardagujas por la hora que es y por la dirección de la farmacia al amable jubilado del perrito lanudo. Es cierto que, cuando lo hagas, te pondrán cara de extrañeza, de estar vagamente allí sin saber muy bien por qué, quizá porque les han mandado hacerlo: estar decorativamente instalados allí mismo, en mitad de la calle, una calle que también es la de todos, y, si se les pregunta por la realidad comprobable de su papel, de su función, etc., consideran que las preguntas, todas y cualquier clase de preguntas, sobran. Si de algo están seguros es de que toda pregunta, toda inquisitiva justificación documental, allí está fuera de lugar. Al menos estos personajes, estos muñecos parientes de las miniaturas, de las casas de muñecos y de trenes, no exigen pedigree de raza ni certificado de penales o de buen comportamiento expedido por el cura de la parroquia. No hay que andar sacando esos papeles engorrosos para, a su lado, balbucear un momento, un rato, pedir un vino en la barra, pasear distraído junto al tranvía, el almacén de víveres, la escuela del pueblo. No hay que ser del club.
Sus casas son casas sencillas, sin vericuetos ni torceduras ni esos arrequives que siempre llevan ya de fábrica las casas de la realidad en curso, la que venden por ahí, empeñadas en dar el pego de lo real y lo efectivo (lo eficaz; ya digo, lo que 'funge', vamos), pero que en definitiva acaba resultando tan molesto, tan atosigante por sus exigencias aparatosas y de puesta a punto y todo en definitiva nada más que para quedar bien con las visitas, con ese fisgoneo de señoras husmeantes en los rincones del mobiliario, comprobadoras de si el vestuario es el que se lleva, el de curso legal (alguna cita de Kant, el lacito en el moño...).
Pero estas no, estas otras casas son más bien como las de los trenes en miniatura, de esos que ocupan un salón entero y casi desalojan a la familia. No precisan de citas comprobatorias del Leviatán, no hay que vestirlas con los trajes del monstruo de la cultura o, peor, de la verdad. Si quieres las usas, pero sólo muy de tarde en tarde y cuando venga a pelo. Y eso que se está a gusto en ellas e, inventadas y todo, funcionan también perfectamente y puedes preguntarle, por ejemplo, al guardagujas por la hora que es y por la dirección de la farmacia al amable jubilado del perrito lanudo. Es cierto que, cuando lo hagas, te pondrán cara de extrañeza, de estar vagamente allí sin saber muy bien por qué, quizá porque les han mandado hacerlo: estar decorativamente instalados allí mismo, en mitad de la calle, una calle que también es la de todos, y, si se les pregunta por la realidad comprobable de su papel, de su función, etc., consideran que las preguntas, todas y cualquier clase de preguntas, sobran. Si de algo están seguros es de que toda pregunta, toda inquisitiva justificación documental, allí está fuera de lugar. Al menos estos personajes, estos muñecos parientes de las miniaturas, de las casas de muñecos y de trenes, no exigen pedigree de raza ni certificado de penales o de buen comportamiento expedido por el cura de la parroquia. No hay que andar sacando esos papeles engorrosos para, a su lado, balbucear un momento, un rato, pedir un vino en la barra, pasear distraído junto al tranvía, el almacén de víveres, la escuela del pueblo. No hay que ser del club.