Les leía esta mañana a mis alumnos un par de capítulos (lo que da de sí una clase de 50 minutos) de esa extraña novela o reportaje poético sobre la caza de ballenas: Moby Dick de Herman Melville. Leía los capítulos 41 y 42 que describen a su protagonista, el cachalote blanco; caracterizan el móvil de su antagonista, la locura de Ahab (41) y pintan sobre negro lienzo la blancura del monstruo, la música del poema (42). El caso y su categoría. Poco más hacía falta. Sí, ya sé que mucha gente razonable opina que se trata de una novela absurda, un monstruo ella misma, inflada y desmesurada como ninguna. Que podía haberse resuelto como un relato breve, con unas dimensiones similares al Bartleby, the scrivener, no mucho más y quizá menos. Todo antes que permitir que tan magra historia (habría cabido en no mayor número de páginas que las que ocupan los capítulos que esta mañana les leía a mis alumnos ¿O tan solo a mi alumna Laura o a los doce que asistían y preparaban sus exámenes? No sé) llegara a alcanzar las 600 páginas de la edición inglesa de Penguin o las 765 de la magnífica versión española de Enrique Pezzoni acompañada por los igualmente admirables grabados de Rockwell Kent. Poco más hubiera bastado.
Aunque en esos capítulos se concentra la sustancia esencial del relato, nunca he sentido, en las tres lecturas completas que he hecho de la novela (e infinitos picoteos de detalle), que sobrara nada, que hubiera capítulos prescindibles (no, ni los enciclopédicos, nada me sobra de esa balumba de materia curiosa que Melville acumulaba infinitamente en torno a las labores de pesca, a la elaboración de la grasa y el esperma y asuntos similares ¿De qué trata ese enigmático capítulo 97 en que se describe primero la cama o "nicho" en el que duerme el marinero de guardia y después su lámpara y el aceite de ballena de su lámpara? Una página escasa, y, de pasada, al describir el tal "nicho", ahora ya "cripta" nos implica como auditorio y nos dice que "por un instante se habrían sentido ustedes en una cripta iluminada de reyes o consejeros canonizados". ¿Quiénes son esos "reyes o consejeros canonizados"? La semana pasada les leía a esos mismos alumnos, o sea, a Laura, Bartleby, the scrivener y, al terminar la historia del pobre Bartleby en el patio de la cárcel, aparentemente dormido según el celador que al tocarlo, "Está dormido", dice, y replica el abogado: "Sí, con los reyes y consejeros", concluyendo así el relato. ¿Por qué esa imagen obsesiva que, claro, supone un lector lo suficientemente calvinista o familiarizado con la Biblia como para recordar de inmediato el Libro de Job, en su capítulo tercero, versículos 13 y 14: "[Mejor haber nacido muerto y así] ahora yaciera y reposara, durmiera y entonces tuviera reposo con los reyes y consejeros de la tierra, que edifican para sí los desiertos, o con los príncipes que poseen el oro, que hinchen sus casas de plata" según traduce Casiodoro de Reina en nuestra clásica Biblia del Oso?
No. No sobra nada.
Les leía esta mañana los dos capítulos y la falta de tiempo me hacía entonar, fuera de mi costumbre y por efecto de la sensación de que ya iba a tocar la campana, algo altivamente esa blancura fantasmagórica:
"el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso;(...) La ballena [albina] era símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrate, lector, la ferocidad de la caza?"
Inquietante pirámide egipcia.
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Herman Melville, Moby Dick or The Whale, Introduction and commentary by Harold Beaver, Penguin, 1972.
Herman Melville, Moby Dick o la ballena blanca, traducción de Enrique Pezzoni, Ilustraciones de Rockwell Kent, Debate, Madrid, 2001.
Aunque en esos capítulos se concentra la sustancia esencial del relato, nunca he sentido, en las tres lecturas completas que he hecho de la novela (e infinitos picoteos de detalle), que sobrara nada, que hubiera capítulos prescindibles (no, ni los enciclopédicos, nada me sobra de esa balumba de materia curiosa que Melville acumulaba infinitamente en torno a las labores de pesca, a la elaboración de la grasa y el esperma y asuntos similares ¿De qué trata ese enigmático capítulo 97 en que se describe primero la cama o "nicho" en el que duerme el marinero de guardia y después su lámpara y el aceite de ballena de su lámpara? Una página escasa, y, de pasada, al describir el tal "nicho", ahora ya "cripta" nos implica como auditorio y nos dice que "por un instante se habrían sentido ustedes en una cripta iluminada de reyes o consejeros canonizados". ¿Quiénes son esos "reyes o consejeros canonizados"? La semana pasada les leía a esos mismos alumnos, o sea, a Laura, Bartleby, the scrivener y, al terminar la historia del pobre Bartleby en el patio de la cárcel, aparentemente dormido según el celador que al tocarlo, "Está dormido", dice, y replica el abogado: "Sí, con los reyes y consejeros", concluyendo así el relato. ¿Por qué esa imagen obsesiva que, claro, supone un lector lo suficientemente calvinista o familiarizado con la Biblia como para recordar de inmediato el Libro de Job, en su capítulo tercero, versículos 13 y 14: "[Mejor haber nacido muerto y así] ahora yaciera y reposara, durmiera y entonces tuviera reposo con los reyes y consejeros de la tierra, que edifican para sí los desiertos, o con los príncipes que poseen el oro, que hinchen sus casas de plata" según traduce Casiodoro de Reina en nuestra clásica Biblia del Oso?
No. No sobra nada.
Les leía esta mañana los dos capítulos y la falta de tiempo me hacía entonar, fuera de mi costumbre y por efecto de la sensación de que ya iba a tocar la campana, algo altivamente esa blancura fantasmagórica:
"el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso;(...) La ballena [albina] era símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrate, lector, la ferocidad de la caza?"
Inquietante pirámide egipcia.
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Herman Melville, Moby Dick or The Whale, Introduction and commentary by Harold Beaver, Penguin, 1972.
Herman Melville, Moby Dick o la ballena blanca, traducción de Enrique Pezzoni, Ilustraciones de Rockwell Kent, Debate, Madrid, 2001.