Por entonces surgió súbitamente un interés desapoderado en localizar el secreto en alguna menudencia despreciable que contuviese en sí el poder máximo en relación paradójica con la mínima importancia aparente, incluso bajo la capa de la más obvia y ridícula insignificancia. Con "el secreto" se pretende dar a entender un complejo conjunto de características, que se engloban en una que las acoge a todas en su seno y por ello se distingue de cada una de ellas: la fulguración hipnótica del talismán, la cifra oculta del propio destino, la varita mágica, la coagulación de una belleza inalcanzable; en suma, la propia sustancia vuelta cosa, cosa encontrable, esperable, accesible, una sola cosa que me estaba esperando en la más recóndita de las esquinas, entre el barro de la calle y la pringosa gasolina revenida de la orilla de la ría, alguna estúpida brizna de metal, trozo de madera de silla, clavo de una cocina desvencijada, ladrillo barato machacado, una sola cosa híspida y luminosa tendría que fulgurar a mi paso y decir "aquí estoy", o "Te estaba esperando" o "Soy tuya".¡Qué trabajo hasta dar con su familia! Hasta dar con el tipo de objeto que, por su notable rareza y manera de ponerse a esperar, no tuviera que hacer demasiado esfuerzo para decir "Yo soy" sin mover el ojo.
Hasta entonces hubo encuentros menores, series de objetos que optaron por representar el oficio de la cosa esencial y a veces lograron una más o menos duradera interinidad, pero enseguida se cansaron y se fueron. El proceso era siempre el mismo: había un momento en que la cosa surgía, se aparecía, casi siempre en la calle, andando por la calle, con los ojos fijos en los baldosines de la acera, dejando que ellos caminaran, que te caminaran. Lo más habitual solía ser que la cabeza se fuera por su cuenta a otra parte y el tema quedara en reserva. Pero en algún otro lugar, en una ocasión parecida, casi siempre cuando se salía para ir por ahí ("ir por ahí" frecuentemente significaba no ir a ninguna parte o, si había suerte, encontrarse donde uno nunca hubiera querido estar) y la mirada se echaba al suelo y se reanudaba el viejo rito -o más bien uno de ellos: de los "caminos", por ejemplo, se trata en otro lugar-. La cosa tenía que presentarse, la cosa tenía que "pedirte", porque, claro, no se trataba de que uno encontrara sino de ser encontrado por ella: la iniciativa siempre fue suya y cualquier situación era buena para que eso sucediera.
Cualquier momento era bueno para que el encuentro se produjera: sólo era necesaria una disposición favorable y que la cosa se hallara precisamente allí entonces. Quizá lo que hacía bueno el encuentro era precisamente que allí estuviera lo que tenía que ser encontrado. Era ello lo que transformaba el lugar y lo disponía para tu llegada. A la llegada la hace ser lo que es aquello a que se llega, no quien tiene a bien aproximarse a su meta sino esta misma que se inventa un actuante preocupado por llegar a ella. Ese es su trabajo: crearse un alguien que la justifique y le dé un fin: así la cosa. Unas polvorientas y desgastadas pinzas de la ropa con señas visibles de haber sostenido sobre el vacío la lencería de varias generaciones se rendía, se ofertaba para ser recogida como cosa en la acera del Instituto una tarde de verano a eso de las 4. Ibas por allí pensando quizá en algún plan plausible para pasar con dignidad la tarde y el brillo del hallazgo tomaba la forma de una convocatoria: "Te estaba esperando" me dice por el simple hecho de estar sola allí en medio de nada, sobre la limpia acera, precisamente por el mismo hecho de su vulgaridad detonante, de su estupidez canónica. "¿Creías que te ibas a librar como todos los demás que hasta ahora y desde siempre han pasado sin concederme la más mínima atención (siglos podrían haber pasado sin que nadie hubiera atendido a mis gritos), creías poder pasar desapercibido?" o bien, si no, "¿Por qué tú no, por qué tú no vas a ser elegido entre los miles, cientos de miles de viandantes que han pasado a mi vera desde que estoy abierta a ser de cualquiera en este suelo recalentado por el mismo sol de las 4 un día tras otro de este insulso verano?" Así que se sentía el cosquilleo de la pregunta inesquivable: "¿Qué hace que esto me esté destinado?" o, mejor, "¿Qué hace que esto que me está destinado encuentre en mí su destinatario, qué voz me llama, qué me impulsa a bajar la mano disimuladamente y recogerte del suelo venciendo la natural vergüenza de hacer esto que estoy haciendo?" "¿Por qué me llamas y por qué yo te oigo y te obedezco?" "¿Qué es lo que hace que del infinito de posibilidades realizables en este instante sólo la más absurda se realice y sea un hecho, así, ya, en mis manos?" Lo que sucedía después era casi indiferente. La pinza de la ropa se situaba en el bolsillo, encontrando lugar al lado de canicas de cristal, "iturris" (las chapas de botellas de cerveza rehabilitadas con esmero), gomas de borrar, etc. Allí se quedaba perfectamente homogeneizada con los demás chismes. Una cosa más.
A partir de entonces la sensación de ausencia de algo imprescindible, de algún detalle necesario no tenido suficientemente en cuenta, se convirtió en obsesión. Cualquier otro objeto que pudiera por algún tiempo caer en la red del momento de hallazgo, de la aureola de mostración en el suelo como un algo convocante, por desgracia no se sostenía en el tiempo una vez hallado. Quedaba indiferente como un añadido más de colección: eran simples curiosidades de museo, incluso algo vergonzantes pues mostraban a las claras su carencia de interés en contraste con la desmesurada importancia que se les había concedido en los momentos del encuentro. Pedazos de loza de tiesto, cajas de cerillas aplastadas, un zapatito de niño de meses, todo tipo de chapas desvencijadas, de juguetes rotos, etc. amalgamaban su delicioso absurdo en el cajón personal o en el bolsillo.
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Los trabajos de desescombro que se efectuaron en el lateral del patio del Colegio (y pronto se debieron interrumpir -quizá por falta de presupuesto- pues aquel tejemaneje de escombros tardó años en convertirse en un gimnasio ¿o fue un pabellón de deportes? No sé. Algo de eso) transformaron providencialmente la situación. El patio había desempeñado un importante papel como gran venero de cosas en disposición de ser encontradas. En varias ocasiones extraños clavos de la pared o los dibujos del desconchado de la pintura de los muros habían sido responsables de complicados diálogos y formas de presencia o apariciones. Pero fueron aquellas obras de desescombro las que en realidad abrieron la caja del nuevo mundo. Fue como si la Tierra, desde su más profundo centro, me revelara un secreto oculto desde siempre, fosforescente, ardiendo con una luz pálidamente encendida, pero, por esa su misma melancolía, absorbente hacia sí, ingurgitante, como el más poderoso de los imanes.
Al principio nos negábamos a hacer incursiones demasiado decididas por aquel nuevo territorio, pues en teoría nos estaba vedado. Los hermanos, prudentes y en su papel, amenazaban con castigos, y la intensidad de la amenaza estaba en proporción inversa con la cantidad de osados que se atrevieran a sentar sus reales por aquellas latitudes. Cuando, como era natural, el patio acabó por proyectar su zona de influencia en los escombros, resultaba comprometida la tarea de aislar a los culpables de invasión de aquel territorio prohibido (todos estaban allí), así que parece que acabó por generalizarse una anodina tolerancia indiferente, a la espera de la evolución de los hechos. Por entonces nuestro grupo empezó a menudear las visitas sin otra mayor originalidad que el traslado de los juegos habituales a la nueva zona en cuestión. La verdad es que aquello no tuvo un éxito tal capaz de prolongarse más allá del incitativo de la novedad: una vez hecha la conquista el territorio se fue abandonando pues que no permitía juegos muy arraigados, como el fútbol, poco tolerantes con terrenos como aquel, casi montañoso; y los meros pasatiempos, como el hinque, las canicas y los iturris, eran practicables con mayor comodidad en el mismo patio. No obstante, y aprovechando el remanente de condescendencia producto de la primera invasión generalizada, y cuando se iba produciendo ya un reflujo en la asistencia, un muy reducido grupo de especialistas iniciamos serias tareas de investigación.
Lo que se buscaba al principio eran curiosidades: las balas, por ejemplo. Se encontraban de manera esporádica y eran gozosamente bienvenidas pues, conjeturábamos -y quizá hasta estuviéramos en lo cierto-, debían ser de "las de la guerra". Era interesante la tarea de escarbar por entre ladrillos desvencijados y piedras en dudoso equilibrio, capaces por sí solas de romper la crisma al más precavido; extasiarse en un rictus de sangre helada cuando una escolopendra -más asustada que tú- huía del terremoto por debajo de la manga del obrero; y todo ello contra reloj, los ojos fijos en los cuadrantes y las agujas inexorables. Quizá fue durante aquellos laboriosos rebuscos cuando inicié por mi cuenta una intensa cala en los grupos de piedras amontonadas en la escombrera. Tras de una infructuosa indagación de alguna otra cosa que no fueran balas, convencido de que la mina estaba seca, y decidido a fijarme una meta que prometiese hallazgos más verosímiles (una posibilidad de incrementar las oportunidades, pensé, era la de concentrarse en el género del que la zona diera testimonio de una cierta abundancia).
Como en la fábula famosa, no hay nada más invisible que aquello cuya presencia abarrota el campo visual. ¿Qué es lo que estando oculto está aquí presente y no se ve? Las piedras, ¡idiota!, ¿no las ves? Pero ¿qué sacar de las piedras innominadas, cómo transformar aquel reducto vacío en un campo de incitación, de tentación, cómo hacer que donde no había hubiera? ¿Qué tenían las piedras, todas blanquecinogristerrosas? ¿Todas? ¡Ah! ¿No habría, en medio del barullo, otras piedras, piedras ocultas? Se trataría, pues, de identificar como piedra interesante aquella que ofreciese a la vista un color diverso al habitual en el género "piedra", es decir, cualquier color que no fuese el grisáceo blanquinoso. Decidimos -no he dicho que ya tenía compañía: mi amigo Santi era reciente adquisición y daba la impresión de, hasta cierto punto, compartir mis intereses mineralógicos-, decidimos, digo, cambiar de procedimiento: reventar contra el suelo alguna de las piedras más grandes. Y entonces fue cuando sucedió: una de las piedras gimió contra el suelo y al separar los dos gajos lo vimos. Era una cueva.
La piedra se había abierto a la manera de una sandía, y, como si lo fuera, en su centro estaban las pepitas maduras: eran blancas, amarillas, de colores irisados (blanco bañado de mieles verdosas, una leche amarilla y levemente traslúcida con puntos de azul), eran unas explosiones de color que parecían haber estado esperándonos siglos y siglos allí dentro impacientes de que las dejáramos lucir. Una cueva, una casa subterránea de la primavera, se abría y entregaba su tesoro: el techo cristalino, blanco-amarillentos prismas como estalactitas, y el suelo globuloso, burbujeando de pompas de jabón negras.
La cueva era un viaje al centro de la tierra. Recuerdo haber visto la película por aquellas fechas, y, como el lector sabrá comprender, la escena del hallazgo de la sala tapizada de piedras preciosas fascinó al minero. Aquello era un descubrimiento. El centro oculto estaba dentro, en la cueva de la piedra. Vi varias veces la película para cerciorarme de todos los detalles geológicos (aquellos cristales de botella de sirope de menta electrizaban los ojos del minero en cuanto se dejaban ver) y así poder concertar citas cada vez más expertas con la piedra y su cueva. Así se me abrieron los ojos ante los cuarzos, buscaba la agria pirita, rezaba al oligisto. Pero tenía que pasar. Tras de cada visita, que ocupaba la duración íntegra del recreo, la piedra era celosamente depositada en una esquina disimulada y tapada con periódicos y cartones. Un día dejó de estar. No había calculado el número de ojos que el ángulo muerto de la espalda dejaba sin fiscalizar: uno de aquellos odiosos vigilantes que solían aprovechar algún momento de distracción en su futbolística monomanía para dejar caer una larga mirada conmiserativa hacia los afanes del minero, o uno de aquellos otros que, para vengarse de su natural tristemente aburrido, seguían, obsequiosos y burlones, las operaciones extrañas de tipos raros como el minero, esperando la ocasión para saltar con algún carcajeante ladrido de hiena. En la ocasión aquella su silencio significaría el fin de la cueva.
Jamás volví a encontrar otra igual. Entrar en la cámara, dejarse cobijar por las blanquecinas agujas prismáticas, caminar con el tacto por los suelos negros y árabes, agazaparse en alguna protuberancia de cuarzo mientras la luz roja sangre de la pirita -la baba del Malo- teñía el ambiente oscuro de arcana sospecha, ya sólo serían un recuerdo triste. Pero, aunque no me diera cuenta exacta, embargado como estaba por la angustia del robo del tesoro, algo había ganado: ahora sabía que el objeto real, la verdadera cosa, era una piedra. Una piedra me estaba esperando en algún sitio. La cueva era el mensajero.
Aquella tarde disputé con mi amigo Santi una reñida partida al hinque; hasta tal punto lo fue que el terreno de juego, por efecto de los continuos "repartos", se había levantado y las navajas desgajaban grandes terrones de barro recién llovido. De repente la vi. Alargada y casi irreconocible, una piedra de un tono gris aceitoso me llamó la atención por su tacto durísimo y suave al tiempo. Enseguida me di cuenta de que aquella debía de ser la auténtica piedra, o mejor, una mezcla extraña de los tres reinos de la Naturaleza; cuajada, resecada fórmula maestra de algún matraz impensable: su dureza congelada y el pulido color crema de su interior, una vez partida o astillada, recordaban la carne tierna y un poco pasada de alguna pieza de caza; su piel tersa se asemejaba a la del sombrero de un hongo grande y pulido (una lepiota, por ejemplo) y, no obstante, era oriunda del antro mismo del centro del mundo.
Estaba ante un magnífico pedazo de pedernal, el Hueso de la Tierra. Mi pasmo despertó sorpresa e incredulidad en mi amigo, quien a partir de entonces empezó a considerarme con cierta desconfianza. Astillé un fragmento de la piedra para poder rascarlo y contemplar su electricidad chisporroteante y deleitarme con aquel olor a fritanga de puerros que confesaba su raigambre vegetal. El entusiasmo, es verdad, se apoderó de mí. No lo podía disimular. Me paseaba durante los recreos con la piedra en la mano sacando chispas todo el rato y lo peor del asunto es que llegué a hacer algunas demostraciones y exhibiciones jactanciosas ante un público demasiado numeroso. No todos los compañeros eran de fiar: a decir verdad, casi ninguno. Fue un error imperdonable. Aquel pedernal tan grande y lustroso, aquel pedazo de carne arrancado del tronco mismo del mundo desapareció de mi pupitre a la vuelta de una de las sesiones vespertinas de rosario. Santi, mientras tanto, y habida cuenta de mi obsesión exclusiva por la piedra y la desesperada búsqueda que emprendí, a raíz de su desaparición, de alguna posible compañera, intensificó su desapego burlón y sentencioso. Llegó hasta el punto de repartir por la clase y hacerme llegar a mí una copia de cierta caricatura que me representaba exhibiendo el hallazgo ("el buscador de pedernales" decía al pie con grandes letras). Su crítica había que entenderla como un reproche moral -quizá justificado, pienso ahora- hacia la maniática extravagancia de mi afición pétrea. Durante un tiempo no había atendido a nada que no sacara chispas.
Si la desaparición de la cueva supuso un serio disgusto, lo del pedernal fue trágico. No me había dado realmente cuenta del valor de lo perdido. Cuando rascaba con el filo de la lasca a la piedra-madre e, inmediatamente de producida la chispa, aspiraba con ansia el olor a puerros rancios; cuando me entretenía en mirar, en mirar con detenimiento, en sobar enternecido, en delinear con el índice el perfil, la forma de la piedra, su textura, sus quebradas y faciales rasgos característicos, esos cortes bruscos que formaban un paisaje en miniatura, una geografía ártica, no alcanzaba a sospechar que lo que tenía en las manos era la verdadera, la única piedra viva que durante tanto tiempo me había estado esperando.
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Le envié este artículo al amigo Juncosa para que se encargara. Me dijeron que lo habían visto publicado en Barcarola. Nadie me hizo llegar ni un ejemplar de cortesía.