Se movía celerosa, ocupada, preocupadísima: con mucho ringorrango de faldas, la cesta al brazo arriba y abajo. Y a la vez interpelaba desafiante a cualquiera que se fijase en ella, enfadada, y prorrumpía en insultos estruendosos. Escupía salivillas mientras hablaba o lanzaba directamente un lapo al suelo, quizá por asociación de ideas o movimiento reflejo.
Con aquella cesta de maderas arrancadas de alguna obra, la misma cesta con que 30 años antes subía a por leña al monte Arraiz o a Archanda. ¿Cuándo fue? ¿En el 36 o ya en el 37?
Los ojos rojos quizá del vino de las limosnas, pues pedía inmediatamente de concluida la sesión de insultos: era la calle de los vinos, la del Licenciado Poza, y el personal variaba continuo y bullicioso. Tranquilamente se iba a su esquina y alargaba la mano sin olvidar la mirada desafiante y sin decir gracias ni nada. Y tenía éxito. Le daban más que a los pobres que se sentaban junto al cartelón, los que enseñaban las varices. Y volvía otra vez a la misma ronda de ajetreos por la calle, deteniéndose como frenada por algún pensamiento inapelable y premioso y echaba a volar las faldas de inmediato en medio de variados "hijoputa" casi automáticos, como si rezara el rosario y dirigidos a un niño que chupaba un helado y que sin inmutarse se quedaba mirándola.
Otros días desaparecía debajo del puente, en la zona de estacionamiento de los autobuses y se acurrucaba junto a la pared a comerse una naranja. Cualquier día la aplastaría algún autobús al hacer la maniobra.
Mi abuela me contó la historia de los bombardeos, del racionamiento de combustible, del frío del invierno y la necesidad de la gente de subir a los montes a por leña. Quizá fue al bajar con su hermana, que le ayudaba en la faena de rebusca, quizá oyeron tarde la sirena o no calcularon bien el tiempo que les costaría llegar al refugio.
Con aquella cesta de maderas arrancadas de alguna obra, la misma cesta con que 30 años antes subía a por leña al monte Arraiz o a Archanda. ¿Cuándo fue? ¿En el 36 o ya en el 37?
Los ojos rojos quizá del vino de las limosnas, pues pedía inmediatamente de concluida la sesión de insultos: era la calle de los vinos, la del Licenciado Poza, y el personal variaba continuo y bullicioso. Tranquilamente se iba a su esquina y alargaba la mano sin olvidar la mirada desafiante y sin decir gracias ni nada. Y tenía éxito. Le daban más que a los pobres que se sentaban junto al cartelón, los que enseñaban las varices. Y volvía otra vez a la misma ronda de ajetreos por la calle, deteniéndose como frenada por algún pensamiento inapelable y premioso y echaba a volar las faldas de inmediato en medio de variados "hijoputa" casi automáticos, como si rezara el rosario y dirigidos a un niño que chupaba un helado y que sin inmutarse se quedaba mirándola.
Otros días desaparecía debajo del puente, en la zona de estacionamiento de los autobuses y se acurrucaba junto a la pared a comerse una naranja. Cualquier día la aplastaría algún autobús al hacer la maniobra.
Mi abuela me contó la historia de los bombardeos, del racionamiento de combustible, del frío del invierno y la necesidad de la gente de subir a los montes a por leña. Quizá fue al bajar con su hermana, que le ayudaba en la faena de rebusca, quizá oyeron tarde la sirena o no calcularon bien el tiempo que les costaría llegar al refugio.
Parece mentira Javitxu, que tuvieras todo esto criando polvo sin que se pudiera leer y pasear y reposar y pensar en ello los demás.
ResponderEliminarEgoistón.
Gracias y beso.
M.