Una vez que dejábamos en casa aquellos maravillosos grabados de batallas y salíamos a la calle y dábamos en pasear por el Campo Volantín siguiendo la orilla de la ría hasta más allá del puente de Deusto, la reiteración del combate, la persecución corsaria, lo era ahora de botellas, botellones, garrafas de cristal, bombillas, tubos fluorescentes, que, por aquel entonces -en aquella época desprejuiciada e inatenta para con la salud del medio ambiente- pululaban abundosos sobre el café con leche cargado de la ría de Bilbao.
Recuerdo en especial los días de lluvia lenta y pausada, lluvia suave, cuidadosa; media hora o una hora entera de lento gotear, de un brotar de pequeños puntos y aritos sobre el agua mansa. El agua se oscurecía y se amansaba más, si cabe, y la recogida de piedras, la puntería y la velocidad de disparo de nuestros tiragomas debían acelerarse para anticipar el éxito de la empresa frente a la intempestiva tormenta que se anunciaba, que se agazapaba de aquel modo tan falsamente cortesano. Poco tiempo nos quedaba si pretendíamos progresar en el ranking de hundimientos.
Mirábamos con inquietud el paso de los barcos. No eran muchos y su marcha era muy lenta, desesperantemente tranquila, pero, aun así, movían el agua, hacían olas que descolocaban y casi siempre alejaban las piezas más codiciadas, las mejores. ¿Adónde iban aquellos barcos? La suciedad de la ría la convertía en un varadero; allí en todo caso debían recalar los barcos ya viejos a la espera del desguace (es imposible que ese barco que hemos visto toda la semana ahí quieto y abandonado vuelva al mar; no, lo irán dejando que se pudra hasta llevarlo ría abajo al depósito de barcos inútiles y desvencijados). Allí sólo iban los barcos a morir, a quedarse para siempre quietos y amarrados a la orilla. La ría no podía servir para nada mejor que para cementerio. Era un cementerio de bombillas y desechos de cristal (nuestros blancos de combate) y los barcos no podían disfrutar de mejor destino. Las gabarras de carbón eran especialmente atractivas porque el desafío que presentaban era el de alcanzarlas con nuestros disparos en el mismo centro de su carga, incorporándoles ese leve material artillero a la ingente montaña de carbón que amenazaba hundirlas. El barquero algunas veces se percataba del sentido de nuestras maniobras y hacía señales que prometían violencia contundente, pero la distancia y el medio físico nos protegían. Tampoco pretendíamos sacudirle una pedrada en los morros, tan solo acertar en la dirección parabólica del tiro de manera que la piedra se incorporara al centro mismo de la carga (si dabas meramente en el casco no puntuaba). Pasaban poco a poco y los despedíamos jubilosos por el éxito de los disparos y saludábamos amables al barquero que nos enseñaba el puño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cariñosas las observaciones