Ya venía leyendo a Gibbon (La Decadencia y caída, 1776-1788) en los tres bloques ladrillaceos de la edición Penguin(1994) desde que los Reyes del 2002 me los pusieran aquel enero. Después me hice con la versión de Carmen Francí del compendio- florilegio que fabricara Saunders sobre el original (reducidas las 3300 págs. que ocupa en la edición Penguin a las 480 en la española editada en Alba-Círculo de Lectores, 2001). Nada sabía por entonces de la versión de don José Mor de Fuentes (Bergnes, Barcelona, 1842) no hace tanto reimpresa en facsímil (Turner, 1984, 8 vols.), hasta que ahora la veo "reeditada" por la misma Turner (Madrid, 2006, 4 vols.) o, digamos, "reconstruida" por cuatro traductores o "calafateadores" que la han purificado de las adherencias indeseables del casticismo de don José hasta volverla aceptable a los oídos modernos. ¡Que odiosas transfusiones todas ellas, sí, desde la resumidora del Saunders hasta esta de "repintado" o desbastado y modernización! Dice la señora Francí en un comentario que don José tenía ese defecto como traductor, el del exceso casticista, por lo que, según parece, con esta "depuración" se le ha querido librar ahora de semejantes "vejeces" (¡ay! la lengua moderna, sigue la señora Francí, ha prescindido de tales antiguallas idiomáticas y ha derivado hacia un cierto "galicismo"; ese mismo que procuraba evitar don José en su versión). Que haya lectores, como Gimferrer, que gusten de leer a Gibbon en el original y, a la vez, que se deleiten con la traducción "castiza" del ilustrado Mor de Fuentes, a la señora Francí se le antoja una "rareza" (precisamente en un libro así titulado, Los raros, cataloga Gimferrer a Mor de Fuentes). Cuando leía esas tan juiciosas apreciaciones (que serán las mismas que han llevado al "arreglo" actual de la nueva versión que motiva estas líneas) pensaba para mí: "pues entonces ya somos dos: yo también hubiera querido tener la traducción de Mor auténtica (y quizá me la procure) antes que esta reparada que, en definitiva no es ni de la genuina carne casticista y aragonesa de don José Mor ni del pescado de la correcta traducción normalizada y contemporánea". Un híbrido.
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Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall of The Roman Empire, edited by David Womersley, Penguin Books, 1995, 3 vols. [I-CXI+1114; 1009; 1353]. E.G. Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, edición abreviada de Dero A. Saunders, Traducción de Carmen Francí Ventosa, Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, 479 págs. E.G. Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Traducción original de José Mor de Fuentes [adaptación de Gonzalo Blanco, Liliana Cosentino, Conrado Ferre y Verónica Zaccari], Turner, Madrid, 2006, 4 vols.
Mor de Fuentes en la red:
Sobre El Bosquejillo y otras obras
http://www.saltana.org/1/tsr/57.html
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12362749710145940987213/index.htm
http://www.ucm.es/BUCM/revistas/fll/02122952/articulos/DICE9090110113A.PDF
Comentario de Carmen Francí a la versión de Gibbon (incluye un resumen biográfico de Mor)
http://www.saltana.org/1/tsr/51.html
Sobre Gibbon
http://es.wikipedia.org/wiki/Edward_Gibbon
Una muestra
It is incumbent on us diligently to remember that the kingdom of heaven was promised to the poor in spirit, and that minds afflicted by calamity and the contempt of mankind cheerfully listen to the divine promise of future happiness; while, on the contrary, the fortunate are satisfied with the possession of this world; and the wise abuse in doubt and dispute their vain superiority of reason and knowledge.
We stand in need of such reflections to comfort us for the loss of some illustrious characters, which in our eyes might have seemed the most worthy of the heavenly present. The names of Seneca, of the elder and the younger Pliny, of Tacitus, of Plutarch, of Galen, of the slave Epictetus, and of the emperor Marcus Antoninus, adorn the age in which they flourished, and exalt the dignity of human natures. They filled with glory their respective stations, either in active or contemplative live; their excellent understandings were improved by study; philosophy had purified their minds from the prejudices of the popular superstition; and their days were spent in the pursuit of truth and the practice of virtue. Yet all these sages (it is no less an object of surprise than of concern) overlooked or rejected the perfection of the Christian system. Their language or their silence equally discover their contempt for the growing sect which in their time had diffused itself over the Roman empire. Those among the who condescend to mention the Christians consider them only as obstinate and perverse enthusiasts, who exacted an implicit submissin to their mysterious doctrines without being able to produce a single argument that could engage the attention of men of sense and learning.
(Texto original. Chap. XV, ed. Penguin, vol. I, 510)
Lo tomo de http://www.saltana.org/1/tsr/53.html donde, por error, se atribuye al capítulo XIV.
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No cabe prescindir del recuerdo sublime de que fue prometido el reino de los cielos al escaso de alcances, y que los ánimos acosados por la desdicha y el menosprecio de las gentes escuchan placenteramente la oferta divina de una bienaventuranza venidera, al paso que, por el contrario, los dichosos se dan por satisfechos con la posesión de este mundo, y allá los sabios devanean sin término con sus dudas y contiendas por sobresalir con su agudeza y sabiduría.
Tenemos que acudir a estas reflexiones para rehacernos un tanto de aquel descarrío de personajes esclarecidos que, en nuestro concepto, eran sumamente acreedores del regalo del empíreo. Los nombres de Séneca, de entrambos Plinios, de Tácito, Plutarco, Galeno, el esclavo Epicteto y el emperador Marco Antonino hermosean el tiempo en que vivieron y realzan la excelencia de la naturaleza humana. Desempeñaron esclarecidamente sus peculiares cargos, ya en la vida activa, ya en la contemplativa; perfeccionó el estudio sus grandiosos entendimientos; había acrisolado la filosofía sus pechos de las vulgaridades de la superstición popular, y dedicaron sus días a buscar la verdad y practicar la virtud. Mas todos estos sabios (no es menos doloroso que extraño) se desentendieron o se desviaron de las sublimidades de la religión cristiana. Silencio u habla al par están demostrando su menosprecio de aquella secta asomante, que en su tiempo se había derramado por todo el imperio romano. Los que se allanaron a nombrar a los Cristianos los conceptúan como entusiastas pertinaces y malvados que se empeñaban en requerir un rendimiento rastrero a sus doctrinas misteriosas, imposibilitados de alegar una sola razón que mereciese el aprecio de sujetos sensatos e instruidos.
[Mor de Fuentes, 1842]
Copiado de http://www.saltana.org/1/tsr/53.html. Modernizo la grafía.
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Debemos recordar con diligencia que se prometió el reino de los cielos a los pobres de espíritu, y que los individuos afligidos por la desgracia y el desprecio de las gentes escuchan con alegría la promesa divina de felicidad futura; por el contrario, los afortunados quedan satisfechos con las posesiones que tienen en este mundo, y los sabios abusan de la duda y disputan por ser superiores en razón y conocimientos.
Estas reflexiones resultan necesarias para consolarnos por la pérdida de algunos personajes ilustres, que a nuestros ojos podrían haber parecido los más dignos de un regalo celestial. Los nombres de Séneca, de Plinio, tanto el Viejo como el Joven, de Tácito, de Plutarco, de Galeno, del esclavo Epicteto y del emperador Marco Antonino embellecen la época en que florecieron y exaltan la dignidad de la naturaleza humana. Cubrieron de gloria sus respectivos cargos, fuera en la vida activa o contemplativa; su excelente entendimiento mejoró con el estudio, y, después de que la filosofía purificara su mente de los prejuicios de la superstición popular, dedicaron sus días a la búsqueda de la verdad y a la práctica de la virtud. Sin embargo, todos estos sabios (cosa que resulta tan sorprendente como preocupante) despreciaron o rechazaron la perfección del sistema cristiano. Tanto su lenguaje como su silencio revelan el desprecio que sentían por aquella secta que en su época se había extendido ya por todo el Imperio Romano. Aquellos que se dignan a mencionar a los cristianos los consideran tan sólo unos entusiastas perversos y obstinados que exigían una sumisión implícita a sus misteriosas doctrinas sin ser capaces de producir un solo argumento que pudiera atraer la atención de los hombres sensatos y sabios.
[edición resumida de Saunders, versión de Carmen Francí, Círculo de Lectores,2001, p. 229]
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Nos incumbe recordar cuidadosamente que el Reino de los Cielos fue prometido a los pobres de espíritu, y que los ánimos acosados por la calamidad y el menosprecio de los hombres escuchan placenteramente la oferta divina de una bienaventuranza venidera; mientras que, por el contrario, los dichosos se dan por satisfechos con la posesión de este mundo, y los sabios devanean sin término con sus dudas y disputan su vana superioridad de razón y conocimiento.
Tenemos que acudir a estas reflexiones para rehacernos de la pérdida de algunos personajes ilustres que, en nuestro concepto, eran los más dignos a los dones celestiales. Los nombres de Séneca, de ambos Plinios, de Tácito, Plutarco, Galeno, del esclavo Epícteto y del emperador Marco Antonino adornaron la época en que florecieron y exaltaron la dignidad de la naturaleza humana. Llenaron de gloria sus respectivos cargos, tanto en la vida activa como contemplativa; el estudio perfeccionó sus excelentes entendimientos; la filosofía purificó sus almas de los prejuicios de la superstición popular, y dedicaron sus días a buscar la verdad y practicar la virtud. Pero todos estos sabios (no es menos doloroso que extraño) pasaron por alto o rechazaron la perfección de la religión cristiana. Su palabra o su silencio descubren igualmente su menosprecio hacia aquella secta creciente, que en su tiempo se había difundido por todo el Imperio Romano. Los que condescienden a nombrar a los cristianos los consideran como entusiastas obstinados y perversos que se empeñan en requerir una exacta e implícita sumisión a sus doctrinas misteriosas, sin ser capaces de alegar una sola razón que pueda llamar la atención de los hombres sensatos e instruidos.
[edición “reparada” sobre la versión de Mor de Fuentes, Turner, 2006, tomo I, p. 379]