domingo, 7 de diciembre de 2008

Imaginación

[Otra nota del mismo cuaderno, de hacia el 93, y que copio con las prevenciones anteriores] 

La imaginación quizá sea el único método capaz de movilizar la realidad como percepción, a fin de hacer con ella algo que vaya más allá del análisis o de la actividad práctica. Sólo se mueve cuando se produce la sintonía con un motivo iniciador, un indicio desencadenante que permite ver más, ver de otra manera (¿Un ver "falso"? Quizá sí, pero, al menos, no atado a los convencionalismos utilitarios). El asunto esencial está en la calidad de la imaginación, en esa capacidad suya, que algunas veces muestra, de arrastrar la realidad percibida hasta hacerla alcanzar aquellas zonas de sensibilidad que pudieran ser activadas, digamos, musicalmente; se trata de hacerla entrar en una cierta melodía. Cuando esa música realmente se produce, cuando se modifica de esa manera la estabilidad de las cosas cotidianas, hay verdadera existencia humana, hay creación, amor, vida digna, o hay vida simplemente. El resto es la muerte calculable.
No transigir con los convencionalismos de lo esperable, de lo transitable, con las formas de lo ya prefabricado. En ese sentido, el mundo de la infancia significa, si es que significa algo, esa manera radical de ruptura permanente. Vale la pena habitarlo y activarlo. Hacerlo funcionar: es esa capacidad de transformación lo que interesa mantener y el persistir en ella.
Es asunto de tomarse la propia actividad "absurda" en serio y ser capaces de llevarla hasta su límite, hasta la derivación de todas sus posibilidades. Una vez embarcado, no entregarse al enemigo. Hacer que sea la única salida.
Pero se trata probablemente de un modo de "imaginación" diferente al usual. Resulta difícil captar su diferencia. No se trata de algo "opuesto" a las pasiones vitales, pero puede utilizarlas. No es tampoco una actitud intelectual ni un "procedimiento", aunque pueda mostrarse como tal. Surge, más bien, como un "color", una "visión" de las cosas no determinada por fines. Es un centro en sí mismo, una posición no mediatizada por condiciones ni psicológica ni vitalmente utilizables, pero que toma el mismo carácter absoluto de la pasión vital más absorbente. Cuando aparece se apodera de uno como si perdiéramos momentáneamente el control de nuestros actos o, mejor, los pusiéramos al servicio de una finalidad, tarea o meta más alta, más real que cualquier propósito práctico.
A veces te preguntas si podrías controlar ese "color", ese modo de acercarte a las cosas. ¿Hay alguna manera de invocarlo y hacerlo venir, aunque sólo fuera en un grado mínimo, en su mínima capacidad útil, y a partir de ella, tener la posibilidad de dar con un material adecuado que decidiría la presencia de esa llamada "imaginación" cuando trabaja a pleno rendimiento? La voluntad de hacerlo es importante, aunque no lo sea todo. El resultado de ese querer nunca está asegurado. Pero hace falta querer ver y querer entrar. Y esperar a que haya suerte otra vez.
La tensión algunas veces ayuda; en otras ocasiones lo entorpece todo. Hay cierta tensión útil cuando actúa como vigilancia, como "atención", un estar a la que salta; mientras, en otras ocasiones, lo que parece pasar es semejante a una confrontación demasiado confusa de motivos para que nos sirvan de algo; y en otras, se trata, más bien, de las actividades interesadas de sentimientos como la angustia o el miedo. Pero en ninguno de esos momentos la seguridad de lo negativo o lo positivo de la situación, de su productividad, es la nota dominante. Hay simplemente una tarea que hacer.
¿Cómo lograr la más absoluta indiferencia a los supuestos juicios de valor que siempre nos están rondando, y que están dando vueltas como moscas en torno a la tarea entre manos?

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Como cuando alguien que proyecta salir se arma de una antorcha
durante la noche invernal, llama de ardiente fuego,
colocando linternas que protegen de toda clase de vientos;
éstas dispersan el soplo de los vientos agitados,
pero la luz salta hacia fuera en tanto que es más sutil
y brilla a lo largo del umbral de la casa con indomables rasgos.
Así entonces el antiguo fuego, encerrado en membranas
y en finos velos, se recluyó en la redonda pupila,
velos éstos que estaban perforados por milagrosos pasajes.
Ellos preservaban el agua profunda que fluye en torno de la pupila,
pero dejaban pasar el fuego, en tanto que es más sutil.


Empédocles de Agrigento, en Los Filósofos Presocráticos, vol. II, Gredos, Madrid, 1979, p. 229 [fragmento 426 (31B84) cita de Aristóteles, De Sensu, 437b-438a].
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El texto original en la red del precioso pasaje empedocleo [Aristotle, De Sensu and De Memoria, ed. G.R.T. Ross, Cambridge, 1906, p. 48 (438a)] en:
http://ia331311.us.archive.org/1/items/aristotledesensu00arisuoft/aristotledesensu00arisuoft.pdf

martes, 2 de diciembre de 2008

Distancias

[Una más de esa serie de autotabarras que pueblan mis cuadernos. Esta tarde leo en uno (creo que es de hacia el 93-95) y le encuentro algún posible interés personal que, claro, se refiere a alguien muy alejado del que lo copia. Me choca su optimismo.]

Poder aceptar el mundo y poder disfrutarlo. ¿Aceptarlo para difrutarlo? ¿En qué medida? Imposible aceptarlo en su integridad: las propias condiciones ya seleccionan un mundo. La misma limitación de conocimiento relega gran parte a la inexistencia, a lo supuesto. Lo supuesto: lo tan solo sabido, pero necesariamente aceptado, pues es condición de la verosimilitud del resto. ¿Quiero realmente disfrutar el mundo? No. No lo estaría diciendo, en ese caso. Quiero conocer su ley extraña, sus condiciones no explícitas. La razón de que gran parte de él se me aleje, se me ajene. Este enajenamiento de las cosas, las obras, las personas. Disfrutamos de nosotros mismos en cuanto que es la sensibilidad previa de las apetencias del mundo lo que nos proyecta hacia él. Queremos experimentar lo que suponemos "apropiable" y que, en cierto modo, ya poseemos. Lo tenemos rozando nuestra piel. De alguna manera ya es nuestra piel. Y entonces lo pedimos, vamos a mezclarnos con sus diferencias y proyectamos sobre ellas sensibilidad, quizá algo de inteligencia, grados de conocimiento provisional, suposiciones de la degustación que ya de antes teníamos saboreada. Qué poco entonces a nuestro alcance, y qué presumida la suposición del todo. Alcanzamos una brizna y presuponemos que todo el campo será nuestro. Ni tan siquiera lo vemos y ya lo tenemos poseído en mente. Y con esfuerzo llegaremos a dos o tres hierbas y con suerte algún tallo. El bosque entero sigue intacto.
Cada experiencia única, punto de apoyo para la formulación de leyes. Bien. Reconocemos el capricho como una más de esas leyes. Qué resignación, la del capricho. Qué orgullo tan débil el que se propone como ignorancia voluntaria. No sabemos y entonces lo ignorado no existe. ¿Por qué estar contentos de ello? ¿Por qué no tenemos el valor de confesar precisamente nuestra tristeza de que tenga que ser así, de que nos limitamos a confesar un no saber, una limitación? Probablemente nunca podré leer bien y con facilidad una frase griega ni latina ni alemana medianamente compleja, ni habré leído nunca ni la mitad de Platón, de Kant, y no encuentro en ello fuerza alguna para apoyar el posible desprecio que sintiera, si logrado ese conocimiento, mi rechazo centuplicara en intensidad el deseo, la curiosidad que siento ahora hacia esos logros, esos continentes de pensamiento posible que nunca tendré en mí. No puedo alegrarme de no saber, de no conocer ni tan siquiera lo que, conocido, pudiera aborrecer en algún momento.
La trivialización necesaria de lo que se pretende despreciar. Es imprescindible falsificar lo que se rechaza para poder destruirlo sin remordimiento alguno.
Recurrir al amor a nosotros mismos como el refugio último cuando el misterio de los demás no sólo se confiesa impenetrable sino que se revela positivamente hostil. Sólo entonces. Hasta ese momento no deberíamos renunciar a la afirmación de una diferencia en tensión positiva con la nuestra. En constante acercamiento lo más libre que podamos de prejuicios o preconcepciones. Una relación en la que nada se diera por supuesto.

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Parece que Gracián entendía eso de "ser persona" de un modo etimológico, a la manera romana, es decir, "ser una buena máscara". Qué antipático me resulta ese tipo.

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Termino de leer La Educación Sentimental. Magnífico Flaubert. La precisión de sus descripciones, sus toques de exactitud que recuerdan a veces a los de Baroja, su visualidad. Sin embargo, los personajes, psicológicamente precisos en el detalle, en la presentación de las reacciones disecadas, exactísimamente congeladas, resultan por ese mismo prurito de precisión inevitablemente "fríos", desangelados, sosos. Qué gradaciones de ambiente, de perspectiva interior en la percepción espacial de los lugares vividos. Qué paisajismo. Los cuadros impresionistas que compone (Fontainebleau, la excursión al campo de Fredéric con Rosannette, etc.) ¿Querrá decir que las personas son también como las máquinas de la fábrica de Arnoux? ¿Y qué? ¿Qué se gana con pergeñar esos maniquíes, esos muñecos mecánicos? Una intensificación de Flaubert lleva a las muñequizaciones de Wyndham Lewis, también partidario de lo espacial. El París de Flaubert en La Educación no dice prácticamente nada a la sensibilidad: casas, tiendas con cachivaches. ¡Cuántos cachivaches!
No hay el más mínimo humor, sólo esa congelación de las formas de la estupidez: la inteligencia helándolo todo. Efecto de atomización, detalles, conglomerado detallista de cuadros, instantáneas, pequeños grabados. Ausencia de efectos de totalidad, de organismos vivientes o sintientes. Comparar con Tolstoi, también detallista, pero en Tolstoi los detalles tienen vida, están animados, no vistos como en una pecera.

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Me encuentro en El hombre perdido de Gómez de la Serna lo siguiente:
"La gran farsa es creerse uno mismo uno mismo, cosa que imita el que fue uno mismo, el que vio aquella cabaña de miserables en el valle de los desmontes en las afueras".
GS., El Hombre Perdido, Austral, 1962, p. 118.