Detesto al hombre que sabe que sabe, nos recuerda Louis Menand(1) que dijo Oliver Wendell Holmes, el Juez de Jueces de América. Un hombre escéptico por experiencia negativa de las grandes certezas. Sin embargo, la tradición puritana en los Estados Unidos, la condición cuasirreligiosa de su democracia, parece que siguen pesando en sus instituciones y, sobre todo, en la mentalidad general. ¿Quizá ya no es así? No lo sé.
De vez en cuando te encuentras simultáneamente con dos cosas que te producen sentimientos contradictorios y no sabes muy bien cómo responder a ellas: la primera es la extensión casi universal en los Estados Unidos de los Talleres de Escritura Creativa (Workshops of Creative Writing) en la Universidad (¿En otros tramos del sistema educativo también y de manera similar? No lo sé). Cosa interesante quizá en principio: pues ha dado de comer a muchos poetas y escritores de valía que, de no ser así, se las hubieran visto y deseado. Supongo que su influencia y la eficacia sociales de su labor serán discutibles e irregulares: en un país como ese tiene que haber infinitas variantes de la eficacia y el provecho en el ejercicio de una actividad académica que se ha generalizado a todo el complejo educativo universitario. La segunda de las cosas era que, en esa propuesta concreta de Taller de Escritura Creativa se presentaba como novedad una variable "ética" del habitual concepto de escritura, y se relegaba, en cambio, a un papel secundario cualquier consideración estética. Quizá el planteamiento de esas contraposiciones ("estética" versus "ética") tan artificiales (siempre terminan estas cosas con la exaltación de los grandes conceptos por vía divinal y sus correspondientes convicciones igualmente ostentosas: los unos de la una y los otros de la otra) fuera lo más antipático del asunto. En este caso la nueva deidad era la ética, que hallaría inusitadas oportunidades en la actividad de los talleres para potenciar eficazmente el crecimiento moral de sus practicantes si sabían distanciarse de entorpecedoras y secundarias preocupaciones estéticas.
Me pregunto, más allá de cualquier otra cuestión: ¿si esos talleres se ocuparan quizá tan solo de enseñar a escribir decorosamente a sus alumnos (y se dejaran de cualquier otro tipo de canciones) no tendrían ya la misión bastante cumplida? Pues, si bien lo consideramos, y se diese ese fruto de su labor, ya habrían alcanzado muy notables metas éticas.
N.B. Respecto al problema de la relegación de las prioridades estéticas. Francamente yo no sé si quien se propone escribir ese tipo de producto que llaman Una Obra Maestra de la Literatura tiene la mano en el pomo de la Puerta de Cuerno o en el de la Puerta de Marfil de su Torre en la Calle Ebúrnea. Y tampoco me importa mucho. Tan solo más tarde te diré, claro, si me interesa leer la tal obra y si ese interés es persistente. Te lo diré después. Todo lo demás (la teoría de las posibles relaciones o independencias de la ética y la estética en la creación literaria o la contraria o ninguna de entrambas) la verdad es que tienen para conmigo la misma fuerza de convicción que la metafísica (es decir, la de una obra artística).
(1) Louis Menand, El Club de los Metafísicos. Historia de las ideas en América [The Metaphysical Club: A Story of Ideas in America, Farrar, Straus, and Giroux, New York, 2001] , Destino, Barcelona, 2002, pág. 74 y ss. No acaba de gustarme la versión española de la frase de Holmes ("que sabe lo que sabe"). Entonces me doy cuenta de que don Antonio Machado ya había dado en su momento con la frase exacta: "el hombre al uso que sabe su doctrina".
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Cariñosas las observaciones