[2002]
Las calles, la sensación de las calles llovidas. Deambular por Recalde, Zabalburu, subir por La Casilla, Basurto y la cervecería aquella de las ranas, entrar en aquellos cines en que daban mediometrajes de una serie de episodios de Ivanhoe (en el cine "Actualidades") o las películas de Abbot y Costello. Daban varias seguidas. El Castillo del Terror y los sustos que se pegaban los dos. Siempre los mismos sustos pero hacían su gracia. El cine aquel (¿el "Urrutia" era?) bastante desvencijado y oloroso. Había dos cines muy próximos en la zona. En el otro vi Fake de Orson Welles y una película italiana basada en un cuento de Cortázar: Blow up se llamaba, creo. La de la foto ampliada y que se veía un cadáver en un parque.
Eran todos cines de tarde solitaria, tarde romántica o decadentista o levemente existencialista de los 60, tardes italianas con el jersey azul marino de cuello alto, pantalones azul marino: azul marino integral, gabardina apretada y a la calle, al cine solitario con la vaga esperanza de un encuentro inesperado en la butaca o en la calle o en el bar de al lado del cine con alguna belleza arrasadora. Siempre llovía, llovía suave (una buena lluvia me hubiera dejado en casa), y a veces al salir había dejado de llover o llovía entonces ya fuerte de verdad pero estabas en la calle. Así vi casi todo el cine que recuerdo: Campanadas a medianoche de Welles en el cine "Gran Vía", Doctor Zhivago en la 2ª o 3ª ocasión (porque la primera fui con mi padre a verla al "Ízaro" y fue mi iniciación en el cine adulto: parecerá ridículo pero ver aquella película a los 12 años me produjo impresión; no creo que olvide la sensación mezclada de pavor y atracción intensamente pecaminosa de la escena de Lara en el cuarto rojo cuando Víctor le hace beber la copa de vino), Barrabás, películas imfumables del Oeste o películas de la 2ª guerra mundial (Los cañones de Navarone o aquella de las V2 y los paracaidistas en Noruega). Eran éstas las películas del cine Olimpia, un poco más arriba de casa, y Lawrence de Arabia fue la película de gran impacto por entonces. Algo antes quizá, a West Side Story fueron mis padres y a mí me dejaron en casa porque era pequeño.
El sabor del regaliz duro en barras grandes chupadas a conciencia hasta dejar la lengua como un estropajo y los subrepticios paquetes verdes de tabaco rubio Paxton.
Había que ir a la sesión de las 7,30 con la tarde de invierno semioscurecida, salir de casa como una especie de sombra, como un espía que no dice nada y se llega a confundir con las paredes, con los semáforos de los cruces, las gentes deambulantes con gabardina y el brillo del agua y las luces rebotando en los cristales de las tiendas brillantes. El negro de las casas hacía estallar de luz y color luminoso los escaparates. Pero tú ibas al cine en tu viaje privado y confidencial. Nadie te veía. Sólo azul oscuro y gabardina marrón. La cara mojada por la lluvia suave. Una cierta cola, a veces, había que hacer en la entrada refulgente del cine. Mirar las fotos de recorte de la película en el expositor algunas veces dejaba ver el tono de la historia en su serie de instantes cumbre. "¿Será de chicas o de guerra o de guerra con chicas?" A veces las películas serias no se dejaban investigar en los expositores y te llevabas un chasco.
El sueño de la calle, el tránsito de los sueños de realidad deambulados por la calle, por los escaparates palaciegos y las negras paredes repulsivas pero necesarias se prolongaban en la sala y la propia película (recuerdo Noches de vino y rosas) y seguían después. Te las llevabas puestas de camino a casa. Al menos el trayecto de vuelta se hacía dentro de la atmósfera de la película que había quedado incorporada al sueño del viaje, al deambular extrañado y sonámbulo. No los datos y la historia porque se recordase, ni la emoción de las escenas, de los personajes o las actrices, sino la sensación que se había ido formando en ti como resultado de la película en su conjunto mezclada con el humor que te ocupase en el momento: una cierta vaga melancolía abierta a nuevas experiencias, una tristeza suave y agradable hacia lo expectante, aunque lo que esperase fuera lo de siempre, nada. La mezcla hacía camino de vuelta y la transformación del excursionista justificaba la salida.
Llegabas a casa, a lo de siempre, pero distinto. Habías abierto un hueco en el espacio-tiempo de lo cotidiano por el que durante unas horas había transitado otro personaje: el viajero desconocido.
Eran todos cines de tarde solitaria, tarde romántica o decadentista o levemente existencialista de los 60, tardes italianas con el jersey azul marino de cuello alto, pantalones azul marino: azul marino integral, gabardina apretada y a la calle, al cine solitario con la vaga esperanza de un encuentro inesperado en la butaca o en la calle o en el bar de al lado del cine con alguna belleza arrasadora. Siempre llovía, llovía suave (una buena lluvia me hubiera dejado en casa), y a veces al salir había dejado de llover o llovía entonces ya fuerte de verdad pero estabas en la calle. Así vi casi todo el cine que recuerdo: Campanadas a medianoche de Welles en el cine "Gran Vía", Doctor Zhivago en la 2ª o 3ª ocasión (porque la primera fui con mi padre a verla al "Ízaro" y fue mi iniciación en el cine adulto: parecerá ridículo pero ver aquella película a los 12 años me produjo impresión; no creo que olvide la sensación mezclada de pavor y atracción intensamente pecaminosa de la escena de Lara en el cuarto rojo cuando Víctor le hace beber la copa de vino), Barrabás, películas imfumables del Oeste o películas de la 2ª guerra mundial (Los cañones de Navarone o aquella de las V2 y los paracaidistas en Noruega). Eran éstas las películas del cine Olimpia, un poco más arriba de casa, y Lawrence de Arabia fue la película de gran impacto por entonces. Algo antes quizá, a West Side Story fueron mis padres y a mí me dejaron en casa porque era pequeño.
El sabor del regaliz duro en barras grandes chupadas a conciencia hasta dejar la lengua como un estropajo y los subrepticios paquetes verdes de tabaco rubio Paxton.
Había que ir a la sesión de las 7,30 con la tarde de invierno semioscurecida, salir de casa como una especie de sombra, como un espía que no dice nada y se llega a confundir con las paredes, con los semáforos de los cruces, las gentes deambulantes con gabardina y el brillo del agua y las luces rebotando en los cristales de las tiendas brillantes. El negro de las casas hacía estallar de luz y color luminoso los escaparates. Pero tú ibas al cine en tu viaje privado y confidencial. Nadie te veía. Sólo azul oscuro y gabardina marrón. La cara mojada por la lluvia suave. Una cierta cola, a veces, había que hacer en la entrada refulgente del cine. Mirar las fotos de recorte de la película en el expositor algunas veces dejaba ver el tono de la historia en su serie de instantes cumbre. "¿Será de chicas o de guerra o de guerra con chicas?" A veces las películas serias no se dejaban investigar en los expositores y te llevabas un chasco.
El sueño de la calle, el tránsito de los sueños de realidad deambulados por la calle, por los escaparates palaciegos y las negras paredes repulsivas pero necesarias se prolongaban en la sala y la propia película (recuerdo Noches de vino y rosas) y seguían después. Te las llevabas puestas de camino a casa. Al menos el trayecto de vuelta se hacía dentro de la atmósfera de la película que había quedado incorporada al sueño del viaje, al deambular extrañado y sonámbulo. No los datos y la historia porque se recordase, ni la emoción de las escenas, de los personajes o las actrices, sino la sensación que se había ido formando en ti como resultado de la película en su conjunto mezclada con el humor que te ocupase en el momento: una cierta vaga melancolía abierta a nuevas experiencias, una tristeza suave y agradable hacia lo expectante, aunque lo que esperase fuera lo de siempre, nada. La mezcla hacía camino de vuelta y la transformación del excursionista justificaba la salida.
Llegabas a casa, a lo de siempre, pero distinto. Habías abierto un hueco en el espacio-tiempo de lo cotidiano por el que durante unas horas había transitado otro personaje: el viajero desconocido.
Ay Javitxu...yo devoraba leche condensada La Lechera, en tubos, que salieron por entonces, y los tubos eran de plomo, así que debo estar hecha cisco desde esas ansiosas mamadas tubiles.
ResponderEliminarLa peli que más me impresionó por aquel entonces, es decir, siendo una niña cuando me iba al cine haciendo pira del colegio, fué "Molly Brawn siempre a flote". Era una solemne tontería, pero la vi sola, y ademas salía un chico con pintas que luego me gustarían.
Era un peligro hacer pira del colegio, si alguien te veía te la cargabas. Así que a veces hacía pira y me quedaba leyendo novelas en la escalera de mi casa.
Que colmo todo....
Beso.
M.
La leche condensada "La Lechera" (por algo es un endecasílabo) fue mi droga mucho tiempo. Me han deshabituado a la fuerza. Yo no era de los tubos (que ya sólo he conocido de plástico). No. Directamente de la lata con dos agujeritos en cada lado. Los recuerdos intensos que me trae su combinación con el té de bolsita, en una cocina desvencijada y alguna tarde lluviosa, ya creo que los conoces.
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