Bajo los toldillos romboidales y arábigos de las calles aledañas a Puerta del Sol, trapitos que te protegen algo, más bien poco, de ese horno brutal que presta nombre a plaza y barrio o de la socarrina de aquellas otras barriadas de más al norte (calles con nombres sonoros y castizos como Valderrodrigo y otras que recuerdan al jesuita expulso Juan Andrés). Y en todas partes siempre ese calor. Ese picor calenturiento, la sensación como de que se te fueran friendo los brazos si los sacas de la zona sombría, tan providencial y rarísima. Es imposible dar dos pasos sin caer derretido. Solarizado sobre el pavimento como en Hiroshima. A falta del tan ansiado y placentero granizado de limón (un placer del que ya se habló otro verano y en otra ciudad populosa, un placer, digo, tan breve pues que se produce por la misma instantaneidad del trago: el hielo limonero tiene que circular por el gaznate con la exacta densidad requerida para que se produzca el efecto: «no bebes, tragas; no comes, devoras», dicen lenguas afiladas; pero qué injustas que son: no conocen la necesidad perentoria, el grado de ansia que el calor asfáltico, ese cocimiento de las ciudades en el verano, genera en las gentes que venimos del frío). A falta del cotizadísimo granizado de limón auténtico (sólo he logrado catarlo en un local imprescindible de Madrid: La Buñolería modernista de San Ginés; sí, la de Luces de Valle, que ahora ya no es «un antro apestoso de aceite»; al contrario, es un frío templo piadoso consagrado a proteger del calor al viandante, donde, gracias a su magnífico sistema de aire acondicionado -o ¿de qué maravillosa magia fría se sirven?- y a sus mármoles que tapizan casi todo el interior, es posible liberarse por un momento al menos, como si te introdujeran en alguna cámara aislante, de la calentona hostilidad del aire callejero); pues, si es así, y no encuentro granizado, entonces ya, en la desesperación, me tengo que conformar con las cañas de Mahou, ésas que expenden en el todo Madrid, y prácticamente en cualquiera de sus establecimientos. En fin, que el granizado, en tales circunstancias, es natural que alcance valores de poción toodopoderosa, capaz, si la dependencia nos priva del sentido común, de avasallarnos a traición hasta hacernos pagar por ella horribles precios usurarios, de los reservados tan sólo para el guiri gangoso y que son tortura moral del nativo desprevenido y que ni tan siquiera se ha envuelto en el paño de La Roja.
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Cariñosas las observaciones