1.
Los libros que te acompañan desde hace tanto. Cuando empezaste a comprar novelas de Julio Verne y Karl May (las de la Editorial Molino de Barcelona) en la librería Arrilucea de la Plaza Moyúa de Bilbao, ahora un cursi salón de té o local semejante.
Ibas hasta el fondo último de la tienda enorme y larga, casi interminable, estrecha, y al final, junto a la caja registradora y las caras escrutadoras de los dueños (bueno, de la dueña: alguna vez, rara, el dueño miraba y desviaba la atención del trasiego de monedas y billetes que pasaban de la caja a una cartera de mano) y milagrosamente aclarada tu filiación con un buen cliente (tu padre depositaba allí para su venta sus manuales universitarios), cambiaba de cara y te permitía entrar hasta el fondo, al almacén, para ti gigantesco, y que desde allí se abría hasta los inabarcables estantes abarrotados de toda clase de volúmenes en inextricable mezcolanza desordenada y derramante: algunos montones se desparramaban al más mínimo contacto indagatorio; pero fue precisamente allí donde te topaste con los libros mejores, los inencontrables y olvidados, las novelas más baratas y los ejemplares descabalados y rebajados de precio por su antigüedad y deterioro. Disponías de poco dinero y había que estirarlo al máximo.
2.
Algunas veces, muy pocas, acudías a la librería Orduna, cerca de casa, frente al bar Alameda, regentada por una abuelita gorda y reluciente que vendía lapiceros y gomas de borrar, pero que en alguna esquina de la estantería más alejada, por entre los tacos de estampitas de comunión, dejaba entrever libros de Editorial Losada (que habías visto ya en casa como de una literatura no precisamente afín a la cosa política reinante): Residencia en la tierra, Odas elementales, Nuevas odas elementales, de un tal Neruda. Sólo por esa sospecha los compraste.
Cerca de allí, un par de tiendas más acá, había un comercio de abacería y encurtidos, regentado por el señor Morales (a quien quizá injustamente atribuíamos, por su avaricia y recelo, raigambre judaica).
Un día pude descubrir casualmente y mientras cumplía algún encargo de compra de botes de aceitunas o pepinillos en vinagre, y pues que portaba bajo el brazo un álbum de cromos de Historia de la Aviación, que el señor Morales en verdad poseía muy notables y detallados conocimientos de la historia aeronáutica española (de la que me dio una sucinta aunque apasionada noticia). Y no contento con ello, y para mi extrañada molestia, anotó en la portada interior del álbum dos nombres quizá para él famosos de aviadores españoles de los que yo por aquel entonces lo desconocía todo: Bedrines y Ramón Franco (quizá al segundo lo asociara, como una simple coincidencia de apellidos, con el Generalísimo y Jefe del Estado. Véase la esquina superior de la 2ª ilustración). También pude pensar -petulancia infantil- que ambos nombres fueran la invención de un chiflado que se las quería dar de experto. Ahora tengo delante lo que resta de aquel álbum ya estragado por el paso de los años (fecha al pie: 1963) y ahí arriba siguen los dos aviadores anotados con la letra fina del señor Morales (un republicano receloso, quiero creer, y no judío), aquel tan amable y entusiasta abacero bilbaíno.
Los libros que te acompañan desde hace tanto. Cuando empezaste a comprar novelas de Julio Verne y Karl May (las de la Editorial Molino de Barcelona) en la librería Arrilucea de la Plaza Moyúa de Bilbao, ahora un cursi salón de té o local semejante.
Ibas hasta el fondo último de la tienda enorme y larga, casi interminable, estrecha, y al final, junto a la caja registradora y las caras escrutadoras de los dueños (bueno, de la dueña: alguna vez, rara, el dueño miraba y desviaba la atención del trasiego de monedas y billetes que pasaban de la caja a una cartera de mano) y milagrosamente aclarada tu filiación con un buen cliente (tu padre depositaba allí para su venta sus manuales universitarios), cambiaba de cara y te permitía entrar hasta el fondo, al almacén, para ti gigantesco, y que desde allí se abría hasta los inabarcables estantes abarrotados de toda clase de volúmenes en inextricable mezcolanza desordenada y derramante: algunos montones se desparramaban al más mínimo contacto indagatorio; pero fue precisamente allí donde te topaste con los libros mejores, los inencontrables y olvidados, las novelas más baratas y los ejemplares descabalados y rebajados de precio por su antigüedad y deterioro. Disponías de poco dinero y había que estirarlo al máximo.
2.
Algunas veces, muy pocas, acudías a la librería Orduna, cerca de casa, frente al bar Alameda, regentada por una abuelita gorda y reluciente que vendía lapiceros y gomas de borrar, pero que en alguna esquina de la estantería más alejada, por entre los tacos de estampitas de comunión, dejaba entrever libros de Editorial Losada (que habías visto ya en casa como de una literatura no precisamente afín a la cosa política reinante): Residencia en la tierra, Odas elementales, Nuevas odas elementales, de un tal Neruda. Sólo por esa sospecha los compraste.
Cerca de allí, un par de tiendas más acá, había un comercio de abacería y encurtidos, regentado por el señor Morales (a quien quizá injustamente atribuíamos, por su avaricia y recelo, raigambre judaica).
Un día pude descubrir casualmente y mientras cumplía algún encargo de compra de botes de aceitunas o pepinillos en vinagre, y pues que portaba bajo el brazo un álbum de cromos de Historia de la Aviación, que el señor Morales en verdad poseía muy notables y detallados conocimientos de la historia aeronáutica española (de la que me dio una sucinta aunque apasionada noticia). Y no contento con ello, y para mi extrañada molestia, anotó en la portada interior del álbum dos nombres quizá para él famosos de aviadores españoles de los que yo por aquel entonces lo desconocía todo: Bedrines y Ramón Franco (quizá al segundo lo asociara, como una simple coincidencia de apellidos, con el Generalísimo y Jefe del Estado. Véase la esquina superior de la 2ª ilustración). También pude pensar -petulancia infantil- que ambos nombres fueran la invención de un chiflado que se las quería dar de experto. Ahora tengo delante lo que resta de aquel álbum ya estragado por el paso de los años (fecha al pie: 1963) y ahí arriba siguen los dos aviadores anotados con la letra fina del señor Morales (un republicano receloso, quiero creer, y no judío), aquel tan amable y entusiasta abacero bilbaíno.
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Cariñosas las observaciones