El otro día fui a una discoteca. Me habían invitado. Había que ir. Hace ya mucho tiempo que han dejado de gustarme ese tipo de locales de esparcimiento. Y la culpa es mía. De pequeño, de adolescente que empieza a querer ligar, hacía como que bailaba (¡Mentira! -Te quedabas junto a aquel tocadiscos bastante desvenciijado y desde allí, desde aquel apartadijo que simulaba un bar y una cabina de "disc-jockey", arrojabas miradas intensas hacia al altiva Beatriz, "Bea" -¡Qué habrá sido de ella!-, en los vaivenes del azaroso y monótono bailoteo, y aparentabas, en el mismo instante en que su cara se orientaba hacia tu esquina, interesarte apasionadamente en la mecánica del brazo del tocadiscos potroso y en los discos y sus álbumes y en la música) para aprovechar la ocasión y tender algún débil hilo que hiciera de germen propiciatorio del puente ciclópeo que cimentaría aquel futuro Amor que ya se vislumbraba... Así un guateque tras otro. Sábado tras sábado. El recopilador de miradas intensas. El bibliotecario de perfiles a media luz. Qué tortura. Aquellos guateques en un gallinero de alguno de los amigos de la cuadrilla, al que se accedía esquivando las convenientes gallinas y conejos, junto a la iglesia del pueblo azul y marinero de los veranos primordiales del mundo. Aquello, sí. Aquello sí que era un suplicio idiota, pero, como el responsable también lo era a conciencia y, por ende, disfrutaba como un místico de tales momentos repetidos como calcomanías, merecía la pena el esfuerzo, el suplicio chino de las escasas miradas recibidas como uñas penetradas por agujas.
Después vinieron ya las discotecas, o, no, tampoco aún; algo menos: tan sólo bares con discos y música de ambiente. Éramos pocos, dos exactamente y salíamos de caza. Íbamos primero a documentarnos en alguna película de Rocío Durcal o Marisol y, ya equipados de imágenes poderosas, nos aproximábamos hacia aquella zona de bares con música donde solían aparcar las niñas finas de la ciudad. Acontecían conversaciones absurdas en las que mi compañero Juan Carlos hacía de interlocutor experto y este servidor de misterioso recién llegado. Las conversaciones no solían llegar nunca a casi nada. A veces nos sentábamos con alguna de ellas o con varias a la vez o nos dábamos una vuelta con un par de amigas, en tácita doble pareja, para regresar un rato más tarde al mismo local. Y la música sonaba siempre. Nadie bailaba. Tomábamos, tan serios, nuestras consumiciones con la esperanza de que semejante aburrimiento desencadenara un «algo, qué sé yo qué, misterioso». Y nunca pasaba nada.
Por fin llegaron las discotecas de verdad. ¿O no llegaron? ¿Hubo alguna vez en la que entraras a una discoteca a bailar o a simular que bailabas para intentar alguna conversación casual y lo pasaras bien por esa o por otra cualquiera razón sobrevenida?
La música moderna casi nunca te gustaba. O si es que te gustaba lo hacía de un modo utilitario, porque servía para propiciar musicalmente alguna clase de fetichismo, de fijación e intensificación de imágenes sentimentalmente queridas, obsesivas, que se adherían a la melodía o al ritmo como lapas y eran, si escuchadas en la apropiada circunstancia, disparadas por ella (¡Aquella Pop corn psicodélica en el último verano del pueblo!).
No sé por qué, pero la otra noche sentí que me ahogaba allí, en medio de la gente y de la música.
Después vinieron ya las discotecas, o, no, tampoco aún; algo menos: tan sólo bares con discos y música de ambiente. Éramos pocos, dos exactamente y salíamos de caza. Íbamos primero a documentarnos en alguna película de Rocío Durcal o Marisol y, ya equipados de imágenes poderosas, nos aproximábamos hacia aquella zona de bares con música donde solían aparcar las niñas finas de la ciudad. Acontecían conversaciones absurdas en las que mi compañero Juan Carlos hacía de interlocutor experto y este servidor de misterioso recién llegado. Las conversaciones no solían llegar nunca a casi nada. A veces nos sentábamos con alguna de ellas o con varias a la vez o nos dábamos una vuelta con un par de amigas, en tácita doble pareja, para regresar un rato más tarde al mismo local. Y la música sonaba siempre. Nadie bailaba. Tomábamos, tan serios, nuestras consumiciones con la esperanza de que semejante aburrimiento desencadenara un «algo, qué sé yo qué, misterioso». Y nunca pasaba nada.
Por fin llegaron las discotecas de verdad. ¿O no llegaron? ¿Hubo alguna vez en la que entraras a una discoteca a bailar o a simular que bailabas para intentar alguna conversación casual y lo pasaras bien por esa o por otra cualquiera razón sobrevenida?
La música moderna casi nunca te gustaba. O si es que te gustaba lo hacía de un modo utilitario, porque servía para propiciar musicalmente alguna clase de fetichismo, de fijación e intensificación de imágenes sentimentalmente queridas, obsesivas, que se adherían a la melodía o al ritmo como lapas y eran, si escuchadas en la apropiada circunstancia, disparadas por ella (¡Aquella Pop corn psicodélica en el último verano del pueblo!).
No sé por qué, pero la otra noche sentí que me ahogaba allí, en medio de la gente y de la música.
Qué grande...hay que ver todo lo que cambian las cosas y lo igual que sigue todo. Me alegro de que sigan goteando posts...
ResponderEliminarJavier, si te sirve de consuelo, servidor sólo lo pasó bien alguna vez en una discoteca porque iba borracho como un piojo o drogado (o las dos cosas para ser más exacto), y me digo yo que en ese caso igual hubiera dado que fuera una discoteca, una granja de pollos o la casa de los de la matanza de Texas. El local es lo de menos, lo importante es la gente apretujada. Y hay temporadas que lo de la gente apretujada está bien y otras que no. Creo que es cosa hormonal. Yo hace años que no piso una discoteca, pero me huelo que me pasaría lo mismo que a ti el otro día (pero he de probarlo a ver). Si he de recordar algo grato, recuerdo una noche que estaba en un local repleto de humanos y de pronto me vino a la nariz una mezcla de perfume dulce con fuerte olor de axila femenina. Me olió a chica guapa. Volví la cabeza y sí, era una chica muy guapa que se estaba quitando un jersey blanco de punto. Ya no hay nada más que contar. Estuve un rato largo afinando la nariz y luego ya imagino que se fue. A Mishima le pasó cuando vio la axila peluda del hermano de su novia, a servidor con la chica del jersey. Reconozco que no me gusta el olor a sudor, pero ese sí. Serían las hormonas.
ResponderEliminarEs un placer leerte.
Pues peor que ser el tímido pincha discos (en los guateques, digo) era ser de las pequeñas, que aceptabas lo de la luz apagada como podías aceptar... lo de "todo cuerpo sumergido en un fluido...", por ejemplo. Cosas del misterio, pensabas, pero que tendrían que ser así. Y ahí estabas tú, venga mirar al de los discos, por guapo, y también, quizá, porque sentías cierta curiosidad por la mecánica y sus brazos. Joder, qué manía con apagar la luz. Menos mal que luego nos salieron tetas y ya quedó más o menos todo aclarado.
ResponderEliminarLas discotecas son un rollo. Si estás acompañado de gente agradable porque te gustaría escuchar lo que dicen e incluso añadirles algo; y si no... porque ¿qué sentido tiene bailar o escuchar música con ella? Y, además, los tíos sois unos estrechos que nunca queréis bailar, como si se se os fuera a ir la integridad con los movimientos del cuerpo.
Respecto al ahogo y la gente... creo que nos ahogamos cuando nos falta el oxígeno, u otra gente en medio de tanta gente, que a ver si va ser esto y estamos aquí mareando todo el rato con el humo de los cigarrillos.
Gran post, Javier, qué buenos recuerdos ahora que ya no vamos a las discos :) y qué bien escrito. ¿O será todo lo mismo?
Modestamente, a mi me encantaba la música y por eso iba a la discoteca. En casa no podías escuchar esos tonos graves de los bajos guitarras y batería y tenias que recurrir a la discoteca, no teníamos esos artilugios que te permitían poner a tope la música y disfrutar de cada una de las notas de los grupos que te gustaban. Todo eso te llevaba a tomarte una cerveza y obviamente no podías dejar de mirar aquellos rostros que se movían en la penumbra.
ResponderEliminarOtra cosa son los Güateques, esos si. Ahí si que íbamos a mirar de reojo y apagar la luz y si podías te colocabas de discjockey que eso si que molaba y además ligabas y hasta tenías la gente que se preocupaba de traerte la cerveza y de paso pedirte una canción :)
Me acabo de caer del guindo :-) No sé si te voy a escribir más.
ResponderEliminarYo soy de los que, como dice txakurra, les gusta la música relativamente alta para apreciar los matices. En su momento quise hacerme un estudio acondicionado para escucharla a mi gusto. Luego las circunstancias me orientaron hacia otras prioridades. De momento me voy quitando el mono con unos cascos que me compré que van alimentados con pilas y reproducen la vibración de los bajos en la oreja.
ResponderEliminarRespecto de las discoteques, la multitud no me entusiasma pero tampoco me agobia. Mi problema fundamental es que tengo una voz poco vibrante, por seguir con lo mismo, y en cuanto hay más de dos hablando a mi lado, la tengo que forzar mucho para que se pueda oir lo que digo. Me resultaría imposible, incluso, pedir la consumición, sin quedarme afónico al instante; a menos que parasen la música en ese momento, cosa que no suele suceder.
Nostálgico post estimado amigo. Me han entrado hasta ganas de bailar con la escoba :-)
Abrazo.
Ay Javitxu, te tenía yo que haber pillado a tiempo...
ResponderEliminarUn día de estos contaré mis andanzas por las discos.
Nada que ver.
Beso enorme.
M.