Era algo "de pollo", y no se precisaba el qué. Se trataba de una obligación perentoria que debía cumplirse o presentarse en un muy variado formato o abanico de variables: uno podía cumplir una parte de una larga serie de condiciones (aunque era mejor para la tranquilidad del presente y su futuro cumplirlas todas) en forma de innumerables combinaciones de sabor y textura, pero lo que ya no estaba tan claro era el qué de aquel "al menos que sea de pollo". Porque lo particular e insistente era su carácter de obligación, de obligación perentoria ("vamos a ver, chaval, -venía a dar a entender-, hay un decálogo, por ejemplo, y, si es que lo hay, es que está para cumplirlo") y lo más curioso era que no se tratase de ninguna receta de cocina ni siquiera de algún resto de pedido olvidado y medio susurrado a la puerta por su cónyuge a manera de encargo para completar la lista de la compra en el supermercado de aquella mañana; no, más bien, la orden parecía desprenderse de las labores ejecutables en este mismo aparato en el que se hacen casi todas esas cosas que importan: era labor perentoria y a plazo fijo, y había que cumplirla y entregarla ya, ya y en esa misma ventanilla; y, entre un interminable listado de características exigibles al tal objeto numinoso o documento -pero (¡ay!) evaporadas de la mente-, quedaba como un último rastro (último, sí, pero, precisamente por ello, el imprescindible) el de que, al menos, hubiera de ser... de pollo.
¿"Una memoria justificativa, un proyecto con presupuesto, una reseña crítica... pero que sean de pollo?" se preguntaba angustiado el sujeto. Y nadie le respondía. Fue en ese mismo instante cuando despertó.
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Cariñosas las observaciones