miércoles, 4 de mayo de 2011

Al alba


(....) «A treinta o treinta y cinco metros de diferencia altitudinal res­pecto a la fuente de La Salud y a unos cincuenta en línea recta descubro, coronando la pequeña colina, un círculo de piedras, pe­dazos de sillares de algún edificio defensivo o de vigilancia, sobre los que se vierten los cadáveres de ovejas y cabras. Un muladar sorprendente, especie de altar tibetano que permite un cómodo acceso a los buitres y demás necrófagos alados. La reciente llu­via y el calor han puesto en maceración los restos y al moverse el aire se han delatado. Comienzo a bajar -está oscureciendo ­mientras medito sobre la calidad del agua de la fuente, sobre el tiempo que llevará funcionando la instalación -algunos huesos son ya indiferenciables de las piedras-, sobre el esfuerzo que le supone al pastor -ta los pastores?- verter las reses muertas en ese enclave pudiéndolo hacer en cualquier otro sitio, sobre quién par­tió los sillares y quién los distribuiría en círculo, cuando reparo, junto a una mata de boj, en una caja de cartón, grande, mayor que una de zapatos, atada con una cuerda y que con la falta de luz y la predisposición del momento me parece más notable por su olor que por otros aspectos. La abro sin pensar, un acto me­cánico que en otras circunstancias jamás hubiera llevado adelan­te: rompo la cuerda con una fuerza que normalmente no poseo. Estoy seguro de lo que voy a encontrar. Y no tengo la más mí­nima reacción de rechazo cuando extraigo la bolsa de plástico transparente que contiene no un feto sino un recién nacido de grandes proporciones empapado en líquidos orgánicos. La vuel­vo a meter. Tapo la caja. Y a saltos desciendo por la pendiente, olvidando lo tortuoso del terreno, la casi oscuridad y el riesgo de que se viertan los humores. Frente al aparcamiento un pro­montorio se recorta en el cielo estrellado. Lo escalo. A gran ve­locidad. Con una agilidad desconocida. Y en la cima, vuelvo a abrir la caja, saco la bolsa, la coloco con la abertura hacia abajo, y el crío muerto queda allí, sobre un suelo de piedra y hierba, con la cara borrosa hacia arriba y ahora mojado también por mi orina que ahuyentará a los mamíferos para que así no den cuen­ta de él durante la noche. (Las aves se guían por la vista para lo­calizar la carroña mientras que zorros y perros lo hacen, princi­palmente, por el olfato.)
El alba. He dormido bien y mientras como y bebo algo com­pruebo que el cierzo que sopla con fuerza permitirá una buena observación de aves. Son cuervos, los primeros. Dos ejemplares que brillan a la luz de la mañana realizan vuelos acrobáticos in­dicando así su alegría al descubrir la carne. Pico al viento, tanto sus graznidos como el modo de posarse -breve, sin cerrar las alas, casi de puntillas- reflejan la sorpresa. Antiguos devorado­res de soldados en batallas medievales, hoy deben conformarse con míseros despojos. Ni ellos, ni ninguno de sus cercanos an­tepasados, pasaron por el trance de consumir restos humanos. Siento ahora un escalofrío. Son horas de inmovilidad en un es­pacio pequeño y la soledad es inmensa: no se ve a nadie en este lugar perdido. Me entran ganas de salir, de andar, pero aguanto, pienso que mi presencia asustaría a los pájaros. De pronto, oigo un ruido en la parte posterior del coche, como si rozaran ropas; me vuelvo hacia la derecha pero es en la parte izquierda donde alguien golpea; miro por mi ventanilla y la cara del pastor, gro­tesca, con una risa dibujada a base de polvo, sol y frío, aparece pegada al cristal. Un susto de muerte. Se separa y señala con el bastón hacia el promontorio. Miro. Y dos aves muy grandes. Blan­cas. Posadas. Parecen devorar con saña al niño. Cojo los prismá­ticos y veo un acto espeluznante. Un macho y una hembra de alimoche -Neophron percnopterus-, con movimientos muy rápi­dos, picotean y arrancan grandes trozos, tragan -ya tienen el bu­che hinchado-, y siguen desgarrando con violencia hasta que con el pico repleto de vísceras levantan el vuelo, se remontan, y desaparecen tras la cresta de la montaña; los dos cuervos se posan ahora y atacan la pitanza. El pastor ya no está. Bajo el cris­tal de la ventanilla. Saco la cabeza. Pero no se le ve. Ya circulan coches. Varios buitres leonados, como suspendidos en el aire, se hallan en la vertical del festín. Es la hora de partir. Pongo en mar­cha el motor. Entro en la carretera. Acelero cuesta abajo. Desa­parezco de la escena.
Montaña abajo. Me dirijo al norte y los montes áridos, los barrancos secos, no presagian lo que espero encontrar. Llego al río Guarga. Lo cruzo. Y a partir de aquí inicio el ascenso, largo, sin sobresaltos hacia el puerto de Somport, el Summus Portus, para entrar en Francia. Crucifijos. Grandes crucifijos flanquean la carretera. Poblachos míseros de esta parte extrema del Bearne y, en uno de ellos, ¿Sarrance?, he de detenerme: un rebaño impor­tante -muchas ovejas, algunas cabras, tres pollinos, varios perros ­ocupa la calzada, la calle principal. Gritan los pastores. Un len­guaje burdo, desagradable, nada de aquel francés parisino de mi infancia. Pronuncian las consonantes finales de las breves y gu­turales palabras, y silban, unos silbidos que rompen el tímpano pero que resultan efectivos: hasta un enorme mastín, de pesada estructura, cabalga de un lado a otro. Pasan. Y queda el olor a orines y el volar complejo de las moscas. Arranco, y veo, tapo­nando el final de la calle, la salida del pueblo, como si de otro rebaño se tratara, una muchedumbre oscura, apiñada, sin mover­se apenas pero que viene hacia aquí. Avanzo lentamente y en un solar, en el lugar donde hubo hasta hace poco una casa -están amontonadas las piedras, los ladrillos y las losas del techo- apar­co el coche y, sin bajarme, sin moverme, casi con miedo, asisto al paso de una singular comitiva: seis plañideras, seis hombres cargando con un minúsculo féretro, un cura obeso, dos mona­guillos tañendo las campanillas, y el grueso del cortejo con los desaforados padres a la cabeza. Me escurro en el asiento. Me en­cojo. Intento que no se me vea. Pero no me atrevo a subir la ventanilla para no llamar la atención. Al zumbido de las moscas que revolotean dentro del coche se suman los llantos, las plega­rias, las voces entrecortadas, el chasquido de las suelas, todo en una atmósfera negra y acre donde el sudor y la ropa teñida, vie­ja y sucia hacen añorar el tufo de las bestias» (...)

Francisco Ferrer Lerín, Familias como la mía, Tusquets, Barcelona, 2011, págs. 94-96.

7 comentarios:

  1. ¿Esté es libro al que fuiste a la presentación??? LO QUIERO LO QUIERO. Me lo apunto para el próximo viaje. El Somport es mi camino entre au y ZGZ

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  2. La presentación será esta noche a las 8 en el Ateneo. No estaría nada mal que te desviaras un poco, en tu camino a Zaragoza, y pasaras por Logroño...

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  3. JEJEJE, a ver que se puede hacer en cuanto lleguen las vacances... (por cierto que en el mensaje era Pau u no au)

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  4. Un macanógrafo patoso reconoce alborozado el "au" como manifestación del encanto personal.
    Eso, a ver si nos vemos y excursionamos...

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  5. Brutal. Francamente. Parece la primera versión del final de "el día" el ritual de los fetos, pero en rústico. En clave "santos inocentes".

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  6. Álex, hazte con la novela ya. Léetela con cuidado. Piensa en un guión o en la posible película. La visualidad en algunas escenas y momentos es poderosísima y curiosamente tan "tuya" como de él. De todas formas creo que te interesa leerla con atención.
    En este momento dice Arancha que los langostinos se acercan amenazadoramente a la playa de Arrigúnaga. Estamos a la espera de su irrupción.
    Abrazos a todos, a Paco Ferrer y a ti.

    (Mamá opina que todos somos unos "sinsorgos". Tendrá razón).
    Veo el mar, me dice Aran, con insistencia, que precise...

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Cariñosas las observaciones