sábado, 2 de enero de 2010

Ramón y Magda en el Luxemburgo (con Gourmont al fondo)


El otro día, cuando Harry me llamaba la atención sobre Christine Kerf como algo por mí sabido, durante un rato me quedé atónito: ¿Quién? ¿De qué Kerf sé yo? Es curioso cómo lo que hemos sabido desaparece pasado un tiempo mínimo, sin necesidad de Alzheimer (toquemos madera). Bien, pues como a la Kerf se la  vinculaba con la entrada aquella de Colette y Ramón Gómez de la Serna, enseguida eché mano de mi tomo de los Retratos ramonianos para comprobar si es que era ése el libro aludido y por mí citado o no lo era y, al ponerlo en la mesa, se me abrió por las páginas del retrato de Rémy de Gourmont, en las que, además de biografiar al autor francés (muy gustado de Ramón y otros modernos de principios del veinte, por ejemplo Pound), se concentra en el comentario de uno de sus libros: Una noche en el Luxemburgo

 porque, dice,«es su obra más pura y desinteresada» (Retratos Completos, Aguilar, p. 420). Hasta ahí todo bien; es decir, hasta ahí el hilo de las observaciones sobre el azaroso discurrir de las cosas que es la ley que rige su habitual comportamiento (cuando dejamos a un lado la ingeniería de sus detalles). Pero entonces me  fijo (y el lector del citado retrato ramoniano lo puede hacer conmigo si así lo desea) en que, tras unas breves observaciones convencionalmente laudatorias sobre el libro de Gourmont (que, por cierto, desplaza al resto de sus libros), Ramón pasa directa y un tanto descaradamente a comentar su propia experiencia del jardín, a ofrecernos una breve «guía» personal del mismo y las correspondientes apreciaciones estéticas sobre el conjunto de las obras escultóricas y arquitectónicas que jalonan su paseo (por ejemplo, las del primer paseo que dio por sus senderos en el viaje de 1909-10, objeto de la citada entrada sobre Colette que, con otras dostres, motiva ésta).
  Omito la información que cualquiera se puede agenciar fácilmente en la red sobre el palacio Médicis y  sus jardines, obra de Salomon de Brosse, concluidos hacia 1624, incluida la fuente que es motivo de la casi exclusiva atención ramoniana. Y aquí viene lo intrigante. Pues, aunque yo personalmente no he tenido aún el placer de transitar por los senderos que pintó el aduanero Rousseau (o nocturnizaba con profusión en procura de interesantes experiencias el gran escritor cubano Severo Sarduy), las fotos que contemplo de la fuente, más allá de no inspirarme excesivo entusiasmo, se me hacen agradables (ese barroco francés proitaliano con su tira rectangular de agua estancada), decorativas, gustosa y un algo empalagosamente francesas.
  ¿Por qué Ramón se empeña en mostrarnos la especial molestia que siente (o que sintió) hacia ese monumento?
  Si por una parte, la experiencia del jardín es inolvidable, casi predestinada («Las calles tiran de nosotros. Las esquinas nos empujan...»), enseguida se percibe el tono dominante («siempre tiene entornamientos de otoño y hay en él hasta rincones de invierno en pleno verano») que parece corresponder a una de sus funciones principales: la de hacer de lugar en que «las divorcidas se pasean por él buscando un nuevo marido», como el primer ejemplar de una colección de mujeres en busca de complemento erótico (Retratos, p. 421).
  Tras el elogio de la serie de retratos escultóricos femeninos («estas estatuas de mujer provienen del parque Sceaux, destruido por la Revolución»), del David «con su espada enorme sostenida como un estandarte» y la Venus saliendo del baño, la atención de Ramón pasa a concentrarse en la fealdad y melancolía que le despierta la fuente de Médicis misma:
  La fuente es «pesada y enorme»(?), algo que se levanta con «incongruencia» en unos de los rincones del jardín y que hace que el transeúnte se quede «parado» ante una fuente semejante «llena de nichos sucios, con estalactitas, entre columnas dóricas y mujeres con los ojos tristes y tíos barbudos» (¿en alusión al Neptuno de uno de sus laterales?), en definitiva, una «fuente monstruosa», un «gran aparador de piedra», en la que la «friolencia» húmeda de sus desnudos revela su carácter de «gran tumba del agua», todo, pues, «triste, más triste que todo el reflejo en el agua de ese monumento arrinconado y como tope final en la ría muerta», una expresión que recuerda inevitablemente ciertas fuentes machadianas de Soledades (1904), aquella «agua muerta» de las fuentes sevillanas y quizá también francesas.
  Y es entonces cuando la «divorciada» genérica de la entrada al Parque toma cuerpo, y se nos hace anunciar por una extraña conjunción de imágenes: la de un Jesús «dando en todos los rincones la escena del "Noli me  tangere"», es decir, una sugestión oscuramente religiosa de tentación erótica tan sugerida como convencional y cristianamente evitada y que aquí quiere consagrar una supuesta y previa curación del deseo insatisfecho a lo que ya nos estaría predisponiendo la ominosa tristeza de la fuente: «allí huye el varón de la mujer que le enternece, pero que a lo largo del día le abruma, y allí va la mujer a la que le pasa lo mismo con el hombre». ¿Y todo esto para qué?
Pues para revelarnos una anécdota personal especialmente clavada en la memoria: el encuentro amoroso entre Magda, la divorciada con el cochecito de niño, y el melancólico Ramón varado junto a la Fuente de Médicis:
«Aquella mujer, a la que conocimos aquí, aquella divorcia­da que nos echó el cochecito de su niño para recibir la palabra escrita al margen de un periódico, no la he vuelta a encontrar nunca, pero siempre sé que está en el jardín, está con su niño rubio y con una capita azul con capuchón, por otros parajes del jardín.
Aquella mujer siempre estará, en el Luxemburgo, notándose más en su hijo que en ella las variaciones del tiempo.»

La misma que no se olvida en Automoribundia (1948):

«Me sentía solo, helado como un pájaro en la nieve, desheredado de camiserías y sastrerías, alma en pena del jardín Luxemburgo, cuando un día encontré una bella dama rubia de ojos azules que, con una niña de dos años jugando a su vera, llevaba un niño de meses en su cochecito. Nuestras miradas se enredaron como si no pudiesen separarse, y como ella viese mi timidez desesperada, escribió unas palabras en un periódico que tenía en la falda, y como si moviese un correo echó hacia mí el cochecito del niño. Yo paré el tope de su agarradero, tomé el diario, leí rápidamente que en él me decía que «ella era divorciada», y le devolví niño, coche y diario, acercando mi silla de hierro a su silla de hierro.
Desde ese día París tenía objeto, y volví a ser niño para llegar a ser hombre. ¡Abnegadas mujeres francesas para el amor muerto!
Las fuentes comenzaron a echar agua brillante, las hojas secas cobraron vida y se pegaron a sus ramas sin querer caer, y la nieve prendida en el aire enguató de algodón el día gris.
Magda -la que en mis últimos viajes a París será Magda la de los domingos, como la superviviente de un amor antiguo- me entregaba sonrisas tristes, sin pedido alguno, (esos besos en público que sólo admite París sin sorpresa de nadie).
Llegamos así a la primavera, tuvimos hasta alguna tormenta de parque, y estuvimos en el refugio de los guardianes del jardín viendo llover la esperanza de mejores felices días.
 Pero mi sino de español se presentó -mayo de 1911- impensadamente, comunicándoseme que había sido dejado cesante y que debía volver a Madrid.
Los ojos azules de Magda lloraron cristales de reloj pulsera, es decir lágrimas que sólo cubrían sus ojos y no caían en mostacilla sino que se quedaban prendidas a sus ojos cubriéndolos brillantes y resignadas.
 Nuestra despedida en el Luxemburgo fue algo que dejó tristes a los árboles, a las estatuas y a los niños. Para mí, París ya era ella saliendo de la Rue Servandoni con su preciosa niña -que se había de morir años más tarde- y su niño, que es hoy un joven rubio y francés.»

RGS, Automoribundia, Guadarrama, Madrid, 1974, tomo I, p. 223-224.
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RGS. Retratos Completos, Aguilar, Madrid, 1961, págs. 420-427.

5 comentarios:

  1. Por favor dejen de agobiarme. No me interesa la relación con España. Me quedo en mi país y quiero vivir con tranquilidad, sin suspicacias de los mensajes ocultos. Renuncio.

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  2. Como no sea más explícito, señor Anónimo, me va a resultar difícil adivinar en el sentido de sus quejas.
    Saludos.

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  3. ¿...O eres acaso ráfaga ultramundana de Ramón en persona que, libre por un momento de los brazos de Luisita, has venido a visitarme?
    Si es así, y aunque sea para quejarte, muy agradecido.

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  4. Este Ramón era mucho Ramón. Parece que fueran varios.

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  5. Me atrae lo extraño del personaje: detrás de la facha campechana y bienhumorada, su mano gorda y todas esas gracias y teatros y máscaras, se oculta una multitud de tipos: brutales y tétricos algunos, otros siniestros y hasta odiosos (ese retrato de Cansinos Assens en la "Sagrada Cripta", insuperable filigrana del odio incluso en un país de bordes profesionales como el nuestro)... y a la vez el Ramón tierno y desarmante de la Magda con su cochecito y el periódico... Una enciclopedia española.

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Cariñosas las observaciones