El otro día un alumno de 12 años me dijo muy serio que aquel cuento que les di a leer (un monólogo sobre cazadores de Miguel Delibes) «no era nada apropiado para su edad», que era «una lectura para mayores y que no la entendían porque hablaba raro y repetía mucho las cosas» -«Ya, pues igual es cierto» -me disculpé-: «En los monólogos que imitan la conversación suele pasar que la gente diga frases y las repita con insistencia y las vuelva a repetir; es verdad, qué le vamos a hacer, ya lo siento». E insistí: «Procuraré no caer otra vez en semejante error y pondré más cuidado para que, entre los cuentos que os reparta, no se me cuelen cosas tan inadecuadas como esa». Recapacito entonces y pienso: «Qué razón tienen los niños estos y qué poco pedagógico soy al pasarles los tales monólogos de Delibes sobre cazadores; lo primero, porque en los monólogos, efectivamente, la gente se repite mucho, y lo segundo porque...¿qué narices les va a interesar a estos chavales un monólogo sobre cazadores castellanos de los años 40 y 50 del pasado siglo? Pues nada, pero nada de nada. En fin, Javier, a ver si espabilas». Y es en ese momento de responsabilidad didáctica cuando se me va por su cuenta el deslizadero mental de los recuerdos con todos sus pringues ya predispuestos a embadurnar la camisa cerebral más impecable y parece que no puedo remediar la evocación de mis verdaderas lecturas de los 12 años, que se me representan allí mismo plantadas: quiero decir que me voy en viaje extático a lo de aquel entonces por un breve segundo infinito mientras me quedo fijo, la mirada clavada en uno de esos interesantes murales de geografía o de oenegés y de la constitución que suele haber al fondo de la clase:
¿Por qué leo yo? ¿Por qué empecé a leer yo? (La pregunta es complicada y arrastra derivaciones implícitas y aparentemente inconexas como la de «¿Por qué he acabado aquí?», que, la verdad, se hacen bastante ociosas a estas alturas). ¿Qué fue lo primero que me envenenó por aquel entonces? ¿Por qué me enganché en lo de leer?
Dos escenas, dos, me vienen a la mente. Quizá alguna aludida en entradas de este blog, pero, bueno, las cuento ambas otra vez.
El veneno, la conciencia de veneno en estado puro, de vicio, la tengo desde que leí El extraño caso del Señor Valdemar de Edgar Allan Poe aquel curso en los jesuitas, el último, creo, que pasaba entre aquellas paredes y frontones. Aquella especie de cadáver viviente, de muerto levitante, tan muerto como oscuramente vivo (hablo de memoria, no he vuelto a leer el cuento desde entonces), la corrupción fosfórica, aquello sí que debía de ser magníficamente inadecuado para mi edad y por eso mismo materia digna de comunicación inmediata, noticia fresca palpitante que debía trasladar...¿a quién? Pensé en mi compañero de clase, uno de los pocos que compartía conmigo algún que otro rato del recreo (He de confesar que yo no era muy popular por allí, no participaba de los rituales del fútbol ni jugaba al tenis en los lugares adecuados; en fin, un desclasado). Sólo quedaba Santi como oyente (algunos pedantes de Radio Nacional le dicen a eso «escuchante» no sé por qué). Sólo Santi ponía la oreja los recreos cuando le resumía o le retransmitía las páginas subrepticiamente leídas la noche anterior del tomo de las Completas de Poe en Aguilar. Decoraba la retransmisión con detalles de mi cosecha para ocupar el recreo entero en el asunto. ¿Le interesaba a Santi el serial? Parecería que sí; recuerdo que por lo menos me escuchaba aunque, naturalmente, no le estuviera contando ningún cuento: aquello era una noticia, noticia de verdad.
El segundo veneno no fue compartido. Fue una parte del íntimo ritual de la iniciación erótica. En mi caso, la lectura dio el juego esencial. Jugó la parte contratante, la desencadenante...La curiosidad me acercó una tarde aquellos tomos rojos de la mejicana Ahrmex, es decir, la filial en México de la editorial barcelonesa AHR que reeditaba, supongo, la versión española de Vicente Blasco Ibáñez sobre la traducción francesa de Mardrus de las Mil y una noches. Hasta entonces mis propensiones a intensificar la imaginería erótica femenina se habían concentrado en algunos libros de arte de los que mi abuelo anticuario coleccionaba. Solía transformar aquellos grandes cuadros de los museos europeos en variantes interminables y monótonas del martirio de San Sebastián cuando predominaban en primer plano las más túrgidas vírgenes griegas de Rubens, Tiépolo y otros maestros: una lluvia de flechas sádicas realzaba sus encantos. Pero al entrar en la versión mardrusiana la cosa cambió, y cambió el género. El Zapatero remendón, Karalmazán y Budur, algunos de los episodios de los capitanes (cito de memoria) significaron, en contraste con mis costumbres coetáneas, fuego explícito, la realidad. Quiero decir, pornografía. Pero yo por entonces desconocía la palabra.
Ahora, vuelto en mí del lapsus, pienso en las lecturas adolescentes, en ese placer de la lectura (y en cómo podría interpretar yo mismo esa expresión tan socorrida), en los vicios de lector, en niños, inocentes y didascálicos de 12 años, como muchos de mis alumnos, que han adquirido esa temprana conciencia de que se debe leer lo que se debe leer, que sólo se debe leer lo que es «apropiado para su edad»; pienso también en sus pedagógicas madres y padres, que, solícitos y ansiosos de acertar, visitarán librerías, tras de asesorarse convenientemente en revistas de iniciación a la lectura, de acuerdo con todas las recomendaciones y con todo lo reecomendable. Y harán lo que es debido.
Los padres harán lo que es debido para que les salgan tontos, Javier. En casa, de crío, tuve la suerte de encontrarme con una biblioteca pequeña, poca cosa, pero surtida. En buena parte, gracias a un vendedor de editorial Labor que venía por casa a traer libros de su editorial y de otras, que le metía a mi madre unas colecciones que eran para irse de la cabeza. Así, de crío, hurtaba libros que supuestamente eran para mayores y me los leía de noche, a escondidas, con la ayuda de una linterna. Así leí a Schopenhauer, San Juan de la Cruz, todo lo encontrable de Poe, una enciclopedia sobre cine (ay, el tomo de cine erótico), Gustav Schwab, Nietzsche, Marqués de Sade, Teresa de Jesús, Platón o un librote recopilatorio de cuentos de todas las épocas y países a cargo de Menéndez Pidal que aún conservo. A partir de los once años, me dio por la literatura gótica y me leí todo lo que encontraba, Poe, Mary Shelley, Stoker, Walpole, Stevenson, Henry James, Maupassant; Kafka me llevó a «El innombrable» de Samuel Beckett, «El innombrable» me llevó a «lo innombrable» de Lovecraft, Lovecraft a Freud, Freud a Jung y Jung a Gómez de la Serna... y así hasta ahora, una concatenación de libros que al principio era más bien lineal y que al final se convirtió en una hermosa tela de araña de libros conectados, por una u otra razón, entre ellos. Así, me recuerdo de crío leyendo las obras completas de Poe o los cuentos más cochinotes de Sade a la vez que me leía los cómics de Romano Scarpa en el Don Miky o lo que encontraba George Herriman (que a su vez me llevó a Robert Crumb). Semejante guiso de libros sin edad, sin etiqueta de recomendación tipo «de ocho a 11 años», «a partir de los 12 años» me convirtieron en lo que soy. Que, ojo, con un plan de lectura de esos que gustan ahora igual hubiera salido más formalote y con los pensamientos más claros, pero que no cambio por otros los placeres que sentí (y que no se acaban) con la lectura. La lectura como vicio, como sistema para entrar en el mundo prohibido de los adultos, la lectura como cosa malsana y febril que envenena y quema los ojos dando tanto gusto...
ResponderEliminarUn «saboreado» encuentro con uno de esos tales padres (una madre y maestra oficiante y no precisamente «mágica» que, convencida de su evangelio, me lo trasladaba ayer gratis para -ahora que ya el oficio de profesor se ha transformado en una variante estatal del servicio doméstico- aprendiera de una vez a enseñar de verdad, tal como ella en su escuela, así yo a su hijo de 18 años)pues que con ese regusto nocturno se me había facilitado mi madrugar de hoy -tú trabajas por la noche- aquí me tienes (después de un mes de ordenador apagado) entretenido a estas horas en copiar listas de seguros médicos, sí, y es precisamente entonces cuando recibo ese estupendo comentario de lector que me presenta un mundo reconocible. Tanto padre responsable, tanta madre magisterial... Dios mío, qué hartazgo. Gracias, Harry.
ResponderEliminarMi caso es un poco como el de Harry, Y dos hechos que creo me marcaron para siempre : mi madre compró "El último mohicano" para mi primo, y yo lo mangué para leerlo antes y el caso es que no me dió tiempo a acabarlo porque llegó Navidad y se lo dieron, claro, al fin y al cabo era su regalo.... Y lo otro, justamente que en lo alto de la librería estaban los libros de "mayores" a los que yo no podía acceder, entre algunos clásicos, Guerra y paz y esas cosas, había unos de Angélica, unos policíacos espantosos, y las obras completas de Freud, y hasta que no me leí todo lo "prohibido" no paré. Yo no creo en el fomento de la lectura, prohíbala y verá como les seduce... Te vendo un porro y un libro dirán los camellos ...
ResponderEliminarNo se queje que a mí me dan lecciones de como dar las clases los propios alumnos (yo trabajo con adultos mayormente..; Y los de la Uni, los mas jóvenes tiene entre 21 y 23 años. Yo me pregunto para que estudiamos tanto rollo cognitivo, tanta psicopedagogía y otras hierbas, si todo el mundo es capaz de hacer lo que hacemos ;-)))
Tiene razón, Spanique, no hay que quejarse. Todo es infinitamente empeorable. Aguanté el chaparrón didáctico de la señora maestra con una sonrisa perfecta anclada en lo alto de las orejas y cuando me espetó el colofón de que "al menos se había desahogado" conmigo volví a alzar mi mejor sonrisa de despedida mientras pensaba: "Tampoco deja de ser verdad al menos y si bien se mira que, con este rato de subido placer y aprovechamiento, he cumplido al menos mi función pública" (la equivalente a aquella otra más vieja de confesor; pero en mi caso la un confesor laico, el "confesor de las bofetadas",digámosle, con ese algo de su pariente el payaso, pero sin la pista del circo ni la lona ni el público que te aplauda los sopapos, lo que también al menos serviría de consuelo... Pues ni eso).
ResponderEliminarMe dejan pensando :-) Mi hijo se enganchó a la lectura con Harry Potter que a sus padres les parecía... "literatura mala", pero como era la primera vez que lo veíamos leyendo cual poseso, ahí lo dejamos. Total que un día se le ocurrió decir a la señorita que a ella no le gustaba Harry Potter y hasta ahí: dejó el libro ese mismo día y no lo volvió a coger más.
ResponderEliminarYo pienso que lo importante es que haya muchos tipos de profesores y que, a poder ser, sean diferentes de tus propios padres porque menudo rollo siempre lo mismo, ¿no os parece? Que sean diferentes, pordios, porque distintos son los niños y lo importante es encontrar la señorita o el señorito que a ti te va. Como los libros. Que, por otra parte, tampoco es que se elijan tanto. Como los niños :-)
Tienes razón, Delia. La cosa estaría en la variedad, efectivamente. Una variedad bien entendida, digo yo, ¿no? Los profes algo peculiares también deberíamos poder ocupar un rinconcito. Ahora, en cambio, da la impresión que todo se oriente hacia la homogeneidad. La variedad esa es tan solo teórica; y en realidad cuando se la busca y se la practica resulta "rara", preocupante; inquieta, pone nerviosa a la gente "normal", a los niños, a los no tan niños y a sus mamás: podrían surgir dudas, intereses personales, en fin "cosas raras" de esas "poco controlables", y es algo que no interesa nada. Así que habrá que darles a todos la misma "papilla" predigerida, esa que tanto padres como autoridades nos están invitando "democráticamente" a que dispensemos al personal a nuestro cargo, y nos olvidemos de una vez de otras "canciones". El horno cada vez está para menos bollos y uno ya acaba ya cansándose un poco, hartándose ya de mantener una larga pelea bastante inútil y que cada vez parece tener menos futuro, sobre todo cuando, después de bregar por ciertos convencimientos, hasta ahora "naturales", acabas por encontrarte sin el menor apoyo real en ninguna parte.
ResponderEliminarTienes tu derecho a cansarte, Javier. Yo pienso que todos nos cansamos y que el que no lo hace será porque cansa a los demás. Uno se cansa, no le ve sentido a lo que está haciendo, se deprime... se muere si le da la gana. Entonces descansa. Y cuando descansa... continúa siendo
ResponderEliminarcomo es, que a lo mejor no es exactamente como antes de cansarse o a lo mejor es un poco más aquí o un poco más allá, pero que lo absurdo en cualquier caso es ser como no se es, pensar como no se piensa y hacer todo el rato lo que no se entiende ni se quiere. Eso me parece a mi que, al parecer, hoy estoy un poco descansada :-) A mi la gente que va de "perfectamente normal" me pone mala, porque además es mentira.
Hay días que se me olvida y también caigo en la trampa y me cabreo, pero lo tengo comprobadísimo: la normalidad perfecta es mentira :-)
Rasca un poco y verás que sorpresitas te das :-) Tratar con madres (y encima magistrales) tiene que ser horroroso. Cuando estés cansado, pasa :-)
Un beso.
Marideliwes ha dado en el clavo: no se puede elegir a los hijos. Y tampoco puedes elegir por ellos el libro que les va a enganchar, ni la edad en que eso sucederá. Padres y profesores pueden intentar provocar que suceda cuanto antes y con el libro que cada uno crea más adecuado, pero lo cierto es que en realidad no tenemos todo el control que muchos desearíamos. Lo más que puedes hacer es intentar poner todo tipo de lectura a su alcance, y remarco lo de "todo tipo". Creo que al niño se le hace más favor cuando se le facilita el pensar por sí mismo, igual que le haces más favor enseñándole a hacerse un bocata a su gusto y no haciéndole el bocata cada día. Yo enseñé a mis dos hijos a manejar fuego cuando tenían dos años, más o menos, y en cuanto a los libros he hecho más o menos igual: ¿cuál es la edad adecuada para leer tal o cual cosa? Leer "La familia de Pascual Duarte" cuando yo tenía 14 años fue casi catastrófico. En cambio, mi peque lo leyó a los 12 años y le encantó. Si lo hubiera tenido apartado según mi criterio, el niño se hubiera perdido una lectura que, pienso, para él ha sido buena. Creo que es más importante lo que Javi comentaba: con quién hablar después de la lectura. Y lo ideal es que pueda intercambiar impresiones con gente diversa: compañeros, el profesor, los padres, el vecino, o en un foro o un blog en internet. :-)
ResponderEliminarAprovecho la hora de guardia de esta mañana para leer un magnífico artículo de Félix de Azúa en su blog
ResponderEliminarhttp://www.elboomeran.com/blog-post/1/8333/felix-de-azua/el-mejor-amigo-del-hombre-y-de-la-chica/
sobre el tema de la "pasión sosegada" y el vicio en las relaciones con los libros (Azúa dice que se apunta a lo primero, que él es un "amante sosegado").
En mi entrada de ahí arriba doy ejemplos de lectura primeriza como un un vicio inexcusable, una perversión infantil en faceta lectora. Seguramente hubo muchos otros casos "sosegados", pero no me puedo olvidar de los dos que menciono porque sus motivos no son ejemplares y por eso los tengo mucho más presentes: el "Valdemar" (con su regusto necrofílico) y las noches árabes en traducción decadentista y como material pornográfico.
Ahora, sin embargo, sólo pretendo que mis alumnos lean algo, que lo entiendan y que no se aburran. Es muy difícil. Es un milagro.