Reciente la publicación de Hojas de Madrid con la galerna, último libro y hasta ahora parcialmente desconocido, de Blas de Otero, encuentro, entre los 161 poemas «rigurosamente inéditos» de que se informa en p. 28, el siguiente
Elogio de la hipocresía
El envenenamiento de la verdad
nada hay más amargo que una verdad a medias
dije el cielo está vacío
dije mi perro es triste a la madrugada
dije la historia camina en zig-zag
dije dame un trozo de página para ocultar la nostalgia
una llamada telefónica
un vendaval en las olas también mentira las palabras
verdades a medias
quién soportaría el peso de un soneto de Quevedo
la maldición de una niña
una palabra en mitad de la cara
la verdad desnuda
su cadáver envenenado
salgamos de este mundo a la alta claridad de las estrellas.
[13.3.1974]
Blas de Otero, Hojas de Madrid con la galerna, edición de Sabina de la Cruz y prólogo de Mario Hernández, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2010, p. 377.
Lo relaciono por su tono y su vocabulario con un «diagnóstico» cultural y sociopolítico del que el poeta se sirve a menudo, a partir de un cierto momento de su obra, primero para distanciarse y pronto ya para enterrar definitivamente los restos de un pasado (por si aún quedara en 1974 alguna duda de su posición frente a la persona que pudo haber sido antes de 1949 ó 1952), los de un ambiente y unos amigos; un rechazo, digo, del que las descripciones que cito a continuación parecen cumplir la función de rastros fieles aunque quizá, para mi gusto, un tanto en exceso peraltados hacia la retórica «heroica»:
1.
«En pocos años, su entorno social -la burguesía del Bilbao de la posguerra, con sus claudicaciones, la moralidad gazmoña, la encubierta podredumbre- se convierte en una opresión insoportable para este buscador de la autenticidad. En varios de los poemas de Bilbao escritos entre 1949 y 1951 aparece la acusación de hipocresía como huella de este rechazo, pero también son la prueba de su rebelión (la del «ángel fieramente humano») contra una vida falseada que no responde ya al hombre nuevo nacido del dolor y del desarraigo. El joven Blas de Otero se abre a la realidad de un tiempo histórico marcado por las guerras y la muerte de millones de seres humanos en una hecatombe sin sentido. Para ellos será su canto, ya olvidado de las propias desdichas.»
Sabina de la Cruz en la introducción «Vida y Poesía», en Blas de Otero, Poemas Vascos, Fundación B. de O., Bilbao, 2003, p. 13.
y 2.
«Su entorno social, sin embargo, no ha variado, y es bien sabido que la burguesía fija sus estrictas normas y ampara solo a quien se doblega a ellas. Los deberes religiosos y los familiares, los amores, la profesión, constituyen un todo indisoluble que no permiten que la ruptura del inadaptado pueda ser parcial. No hay elección posible, o salvarse perdiendo cuanto había constituido su vida anterior, o perderse y aceptar la norma establecida.»
Sabina de la Cruz y Lucía Montejo en la introducción «La Vida de un Poeta» a Blas de Otero, Poesía Escogida, Vicens Vives, Clásicos Hispánicos, Barcelona, 1995, p. XIV [por razones de estilo atribuyo a la primera de las dos autoras el fragmento citado].
Pero es que, independientemente de cualquier explicación ideológica de la actitud -algo ya bastante obvio a estas alturas para el conocedor medio de la obra oteriana-, esta tarde, tras releer los versos me pregunto: «El poeta rechaza ese pasado; bien, sí, pero...¿por qué otra vez en 1974? ¿Tan tarde y todavía seguía haciendo falta?» (Lo de tarde, claro, es relativo al punto de vista temporal porque en 1974 nadie podría suponer su muerte repentina en 1979).
Leo el poema (1) en dos fases paralelas y, en la primera, entiendo que me dice que una verdad a medias es peor que una mentira porque es una verdad envenenada, es decir, que es lo más amargo; de manera que entonces también el cielo está amargo, lo está el perro triste a la madrugada, y es que la historia camina en zig-zag (quizá aluda a circunstancias que «vuelven», que parecieran olvidadas, pero que, en realidad, no es así, pues que inopinadamente regresan según su irregular, azarosa y dialéctica costumbre). Frente a todo ello se pide, se dice dame y quizá eso que se haya pedido se obtiene, pongamos por ejemplo, una pagina para ocultar la nostalgia, quizá eso sea lo que haya permitido la vuelta en zig-zag del pasado, su huella, esa página que es nostalgia o produce nostalgia o que ya llevaba ella en sí la nostalgia a cuestas, una página que era y que estaba hecha de nostalgia. Pero una página así también es distancia, sustituye una presencia inmediata, la persona misma que en su instantaneidad nos acerca el teléfono («el mar en teléfono» de su querido Juan Ramón) desde las distancias más remotas (incluidas las que separan Madrid de Bilbao), como diciendo: «si querías hablar conmigo, ¿por qué no me llamaste, para qué está el teléfono?», entre otras infinitas posibilidades.
El segundo embate parece querer añadirme que ni tan siquiera entonces hubiera habido ocasión de diálogo porque un vendaval en las olas, la galerna o la historia, la tuya y la mía, lo hubieran hecho imposible, y fueran cuales fuesen esas palabras, tanto las de la página como las del teléfono, tanto las distantes como las directas, todas ellas, en su esencia y por su naturaleza y en cualquier circunstancia verosímil, siempre hubieran dado en mentira como todo aquello que nace de una naturaleza corrompida es siempre mentira, o, en el mejor o «peor» de los casos, una verdad a medias, porque ¿qué puede hacer una verdad a medias frente a la pura verdad? Y aquí esa verdad, la verdad verdadera, digamos, se presenta en tres formas: la del arte, como el poema quevediano que soberanamente insulta y al tiempo es arte (contrapuesto como página él también, pero esta vez artística y de verdad, a la otra página, la de la mera nostalgia, y que en tanto la primera es alta verdad del arte, tritura y define porque al hacerlo, y haciéndolo ya como arte, y por eso mismo, se instala como verdad); en segundo lugar, surge la niña, la que siendo inocencia y desde esa misma inocencia maldice inexorable e inocentemente, y siendo esta verdad inocente es por ello también poderosamente maldiciente en cuanto más verdadera y tanto más verdad en su inocencia, como siempre lo será (inocente y verdadera) la palabra directa y en la cara, la hiriente verdad arrojada al rostro. Todo lo demás, el nostálgico resto, será mentira, operación artificial, subterfugio y más mentira: como la de desenterrar a un muerto, algo imposible y perturbadoramente enfermo, pese a todas las nostalgias, y más muerto en cuanto falso y también más muerto aún, y más cadáver aún ese cadáver que tan vanamente se quiere resucitar tan sólo con la nostalgia...Malsana y penosa la operación. Pues no hay otra verdad que la verdad limpia y palpable, la única que nos ofrece garantía de claridad, la de un mundo no falsificado como éste, aquel que nos acerque a las verdaderas y dantescas estrellas.
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(1) Quiero leerlo a modo de «carta personal» y, por tanto, y si así os parece, de una manera muy arbitraria y nada literaria.
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Cariñosas las observaciones