sábado, 1 de julio de 2006

Pinares. Soria.

[hacia febrero, 1990]


La entrada en el bosque tenía la sombra de la cautela. No exactamente temor a algo sino aprensión a dejar lo cotidiano, la sensación convencional que trivializa el entorno, abandonarlo por algo envolvente y distinto. Si entras en el bosque, te dejas llevar por otra cosa, ya no mandas tranquilo y confiado en lo que te rodea. Eres conducido por otras manos. En el bosque están los árboles y está esa otra cosa que rodea a los árboles, que los acompaña pero que no se identifica con ellos. Los caminos en el bosque son rutas de familiaridad. El camino es una protección que viene de fuera y que nos permite salvar lo desconocido. En realidad en el bosque no hay sendas o, de haberlas, son otras sendas diferentes a las que se abren para pasar. La hierba que surge cada verano borra los caminos, quiere abrir los otros modos de entrada, los suyos.

¿En qué consiste eso desconocido? ¿Cómo es, si es que es algo? En principio no aparece, no se muestra, si quien va en su busca va en su busca. Sólo dejando que los pies te guíen, sin quererlo puedes abrirte a la posibilidad de su aparición. Y entonces está. Los árboles callan. Calla todo. Lo que aparece primero es un silencio. El apagamiento de toda voz de los objetos del bosque, de toda sombra de espera, de incidente o animal o yerba esperable. El silencio del bosque es una espera infinita, inmensamente hueca, absorbente, una espera a que cada presencia ocupe su lugar, su tiempo. Un tiempo que desaparece como tal porque está transcurriendo. De repente nada se mueve y nada pasa. El tiempo se hace forma. Elástico, tenso. El río suena de modo distinto, murmura. La niebla, que siempre rodea a las cosas amontonadas, desaparece. Cada rama dibuja su perfil, lo marca con obstinación. Se hace única. Cada cosa es ella sola en silencio y esperando. Entonces todo suena. Hay un sonido agudo casi chirriante en ese momento calladísimo de cada cosa sola y tensamente alzada y a la expectativa como la orquesta se dispone en tensión expectante ante una batuta erguida de director para arrancar un sonido único en que se apagaran todas y cada una de las voces individuales. Así la amante espera la embestida.

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Cariñosas las observaciones