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Insistir en la posibilidad, a pesar de que todo sugiere que no existe posibilidad ninguna. Empeñarse inútilmente en una empresa condenada. Todos los indicios dicen que es gasto perdido. Y a pesar de todo seguir. Sí. Una y otra vez. Por la pura obcecación. Empeño en el mismo hecho de empeñarse. Insistir en nada, en el vacío. Y seguir ahí. Una vez y otra. Sin señales de haber dado en algo, de estar en un lugar que lleva a otro, tras de alguna pista, sin huellas, sin olfato ni rastro ni mínima brizna que confirme que se ha visto la posibilidad de que en algún momento pudo haber habido una muestra, al menos publicitaria, de la presencia de una instalación expendedora del producto que vas tan perdidamente buscando.
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El tema, amigo, es que hay una sola cosa; una, que no depende de miradas, de gusto o de rigores, hay un solo frío, un solo filo de navaja: el que nos separa, el mismo que nos une. Tan alejados estamos en un horizonte que todo lo desfigura, ecos de una cámara de distorsiones como pegadas, casi parientes, en una historia de miedos y odios y petulancias y vagas tribus de lobos que se devoran, porque el odio es la sabia que nos consuela, que nos levanta de la muerte, de la tierra. ¿Hay respuesta? Hay preguntas que se alzan hacia otras preguntas, ansias de poder, deseo.
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La dureza de estar aquí frente a lo inmóvil. Lo que siempre está. Una roca que se instala en el primer sitio que encuentra para no moverse más ya nunca, que está ahí delante, que sientes quieta, inmensamente ajena y quieta, pero que de alguna manera te corresponde, es la tuya. ¿Por qué no soslayarla, mirar a otro lado, darle la vuelta, pasar de largo y ocuparte de otra cosa? No. Esa piedra que ha ido creciendo con el tiempo como un cáncer te corresponde, es de tu responsabilidad. Tienes con ella algún contrato. En realidad, ya sabes que se trata de un invento, una fabricación, o artilugio que has montado para -piensas a veces- para ocuparte, para preocuparte de algo, elaborar la necesidad de tener algún problema o dificultad añadido a los habituales --como si no te bastara con ellos; pero no, porque todos los conflictos o insatisfacciones habituales también están en ella, como si se los tragara, y a la vez no son ella. Sencillamente ella los absorbe en sí, se los come indiferente y tranquila y ahí sigue quieta, interrogativa y quieta, ¿esperando alguna atención, alguna respuesta? ¿Qué se te ha perdido con ella? Te lo sueles preguntar porque en realidad te es perfectamente ajena: ni te pertenece ni te interesa. Sencillamente la tienes ahí delante siempre como una molestia que formase parte necesaria del paisaje, del decorado necesario y no fuese posible retirarla. No la llamemos piedra porque no se trata más que de una metáfora falsa e insultante para ese género de objetos que forman la consistencia de que está hecho el suelo, tan arquitectónica, sencilla y disponible. No, no la llames piedra porque entonces se instala rudamente delante y no habrá manera de quitársela de encima. Es una molestia y una necesidad. Tiene algo pedernalicio...
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Hay veces en que nos constituimos en molestos obstáculos en el cómodo discurrir de las gentes. La gente va tranquila por ahí y entonces estamos nosotros como postes en mal sitio. Es una sensación (¿cómo te diría?) de andar estorbando, de que te fueran a tropezar con alguna cadera contundente para descolocarte de ahí, porque no te han visto (no ven lo que está donde no tiene que estar, claro, y se chocan y ponen gesto de extrañeza: --«¿qué hace este torpe por ahí y por qué no se va ya?» o «Anda y vete de ahí de una santa vez» o, más lacónico y riojano: «¡Anda de ahí!», o incluso en la expresión concentrada «ándadiái» que es palabra creo que dotada de doble acento). A eso me refiero, a la cosa de no darse plena cuenta y ser el sobrón. Acongoja un tanto. Te deja descolocado. Sueles mirar en ese momento a la pared para ver los desconchones y de inmediato, y como por efecto de un resorte, te refieres a las habituales inclemencias del tiempo. Aprovechando el silencio que dejan tras de sí estas meditaciones, coges y te vas.
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El tema, amigo, es que hay una sola cosa; una, que no depende de miradas, de gusto o de rigores, hay un solo frío, un solo filo de navaja: el que nos separa, el mismo que nos une. Tan alejados estamos en un horizonte que todo lo desfigura, ecos de una cámara de distorsiones como pegadas, casi parientes, en una historia de miedos y odios y petulancias y vagas tribus de lobos que se devoran, porque el odio es la sabia que nos consuela, que nos levanta de la muerte, de la tierra. ¿Hay respuesta? Hay preguntas que se alzan hacia otras preguntas, ansias de poder, deseo.
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La dureza de estar aquí frente a lo inmóvil. Lo que siempre está. Una roca que se instala en el primer sitio que encuentra para no moverse más ya nunca, que está ahí delante, que sientes quieta, inmensamente ajena y quieta, pero que de alguna manera te corresponde, es la tuya. ¿Por qué no soslayarla, mirar a otro lado, darle la vuelta, pasar de largo y ocuparte de otra cosa? No. Esa piedra que ha ido creciendo con el tiempo como un cáncer te corresponde, es de tu responsabilidad. Tienes con ella algún contrato. En realidad, ya sabes que se trata de un invento, una fabricación, o artilugio que has montado para -piensas a veces- para ocuparte, para preocuparte de algo, elaborar la necesidad de tener algún problema o dificultad añadido a los habituales --como si no te bastara con ellos; pero no, porque todos los conflictos o insatisfacciones habituales también están en ella, como si se los tragara, y a la vez no son ella. Sencillamente ella los absorbe en sí, se los come indiferente y tranquila y ahí sigue quieta, interrogativa y quieta, ¿esperando alguna atención, alguna respuesta? ¿Qué se te ha perdido con ella? Te lo sueles preguntar porque en realidad te es perfectamente ajena: ni te pertenece ni te interesa. Sencillamente la tienes ahí delante siempre como una molestia que formase parte necesaria del paisaje, del decorado necesario y no fuese posible retirarla. No la llamemos piedra porque no se trata más que de una metáfora falsa e insultante para ese género de objetos que forman la consistencia de que está hecho el suelo, tan arquitectónica, sencilla y disponible. No, no la llames piedra porque entonces se instala rudamente delante y no habrá manera de quitársela de encima. Es una molestia y una necesidad. Tiene algo pedernalicio...
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Hay veces en que nos constituimos en molestos obstáculos en el cómodo discurrir de las gentes. La gente va tranquila por ahí y entonces estamos nosotros como postes en mal sitio. Es una sensación (¿cómo te diría?) de andar estorbando, de que te fueran a tropezar con alguna cadera contundente para descolocarte de ahí, porque no te han visto (no ven lo que está donde no tiene que estar, claro, y se chocan y ponen gesto de extrañeza: --«¿qué hace este torpe por ahí y por qué no se va ya?» o «Anda y vete de ahí de una santa vez» o, más lacónico y riojano: «¡Anda de ahí!», o incluso en la expresión concentrada «ándadiái» que es palabra creo que dotada de doble acento). A eso me refiero, a la cosa de no darse plena cuenta y ser el sobrón. Acongoja un tanto. Te deja descolocado. Sueles mirar en ese momento a la pared para ver los desconchones y de inmediato, y como por efecto de un resorte, te refieres a las habituales inclemencias del tiempo. Aprovechando el silencio que dejan tras de sí estas meditaciones, coges y te vas.
Eliminando la piedra del tercer páarafo con sistemas modernos (ultrasonidos, por ejemplo), se arregra en un pis pas el problema del cuarto párrafo. Usted sabe que es así, aunque igual no me lo quiera reconocer. ¡Acabemos con la piedra gorda!
ResponderEliminarPero si, como usted dice, la elimino (y lo he pensado más de una vez) creo que por ahí mismo me desangro como cochinillo navideño y me voy al carajo en menos tiempo que se reza un credo (tal como le decían antes).
ResponderEliminarMe mata y me alimenta. O eso creo (y sin rezar credo).
Abrazos, Harry (que ya sé que usted sabe: le iba a poner un 10 porque ando con exámenes, pero mejor no, mejor el abrazo).