miércoles, 16 de marzo de 2011

Alcobas italianas, etc.

«Había vivido alcobas italianas cubiertas con una cortina de terciopelo con revés rígido, como parche de tapiz; había buscado al médico de guardia para salvar a la mujer que se muere y había esperado a que se vistiese el doctor viendo cómo se echaba al bolsillo el aparato para reconocer a los muertos y había pasado con él por la calle del alba en que se está tostando el pan de la vida, mientras en el descote de la moribunda se amasaba el pan de la muerte; había recogido la lección de los trenes que se meten en la casa condescen- dientemente y piden auxilio porque vienen huyendo de los fríos de los puertos nevados y mientras están en casa la mujer de la oscuridad no es la misma que estaba, sino que la suplanta la que dormía en el vagón turbio de vaho inocente. Él había tocado trompetas de cementerio paseándose muchas noches como un viajero de panteones entre tiendas cerradas y buzones irónicos.
-¿Quién da la medalla de haber vivido? Las cosas, las estatuas halladas en las ruinas, las botellas de un anís viejo e invendible con la etiqueta moteada por las moscas, se hacían las desentendidas y no querían encargarse de tener que decir si habían visto a alguien.
Sólo cuando reunía sastrería, callejón y tienda de venta de pájaros, lograba saber que se arrastró por este mundo buscando la mujer hermosa y honesta que supiese como él que hay un viento que quiere barrernos y que sale de los sótanos de las sombrererías. Quería haber vivido pero no sabía que eso nadie lo iba a saber porque iban a morir todos los que podían haberlo sabido.
Recordaba esa evasión bajo las cortinas y los muebles del automóvil de cuerda que se pierde y deja al niño desconcertado.
Se acordaba que en el costurero de su madre había una cinta de seda de tonos metálicos -como los aceites de máquinas que quedan en el suelo eliminados por las máquinas después de haberlos acerado y atormentado- que era como un luto de arco iris y como la cinta de su presentida corona.
Cuando él encontrase a la mujer sosegadora un cambio de su peinado haría variar su vida.
Sería esa mujer que dice «Basta» y la mala suerte acaba, brotando de la magia de su plumero el Diccionario Enciclopédico que dice lo que los demás no contienen.
Sólo en coro con la mujer se puede decir hasta creerlo: «La conspiración es un robo»... «El porvenir no existe»... «La inmortalidad es una tortilla bien hecha»... «Vayamos confiados a la sala de operaciones»... «No lo podemos pagar el mes que viene»... «Convengamos el silencio para no abrir la puerta a nadie»..., etc., etc.
El diálogo con la nonata reaparecía súbito... 

-Me dio sus retratos, sus pulideces, sus senos sensibles en los que conseguí el horóscopo gracias a la vorágine en la vórtice, pero no eras tú.
-Yo soy aún el maniquí azul.
-¿Llevabas pelo rubio y medias de lana el jueves por la tarde?
-Soy sólo el maniquí azul.
-Tengo velocidad de anillo cósmico alrededor de tu maniquí azul.
-Siento tu delirio, pero no puedo encontrarte... Celebro aún los cumpleaños de hermanitos muy pequeños y mi madre me busca un marido.
-Yo podría ser ese marido.
-Hay muchas casas y jardines entre tú y yo...
Se oponen gabinetes y hay una marina en el hall que quiere primero mi naufragio.
-Sabré cuáles son tus huesos entre los de todas las mujeres.
¿Vivir, qué era? Ver caer los zapatos del cajón en que se guardan cuatro pares oyéndolos caer como desprendimiento de nicho, con reconvención de que llegó tarde.
¿Cómo iba él a creer que vivir pudiera ser hacer una tuerca en la fábrica de las tuercas como quieren los simples obreros?»



Ramón Gómez de la Serna, ¡Rebeca!, José Janés editor, Barcelona, 1947, págs. 185-187.

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