miércoles, 21 de junio de 2006

Calles de cita

(Valladolid, 1972)


Son las calles las que se quedan mudas cuando vuelves a pasar. Ya no vale preguntar por la razón, mirar las vidrieras ya vistas antes, el barrote mohoso, el mismo polvo depositado sobre lo negro de las paredes que te saludan con despego. Las calles aquellas cuando eran reconocidas exigían la primacía, el trato de favor. No se conformaban, querían estar vivas: ser centro único. Una realidad no tocada: una puerta.
Había el momento de la extrañeza. Una presencia se establecía en el lugar y lo volvía nudo de convocatoria: la cita sellada. El pacto irrevocable. Al día siguiente, algunas tardes, mañanas de domingo, la deuda debía quedar saldada con perentoria premiosidad. Y volvías.
La entrada era un reconocimiento. El saludo por la obediencia cumplida tenía algo del gozo tras la superación de un mal trago. Después, el gozo se transformaba en la seguridad del pacto, la certeza del hermanamiento. La renovación del acuerdo y la obligación contraída eran algo natural, existente desde siempre. La cita se iba convirtiendo en el núcleo de un polo de atracción. Ahora lo difícil, lo realmente comprometido, era esquivar el poder de sugestión que ejercía la calle. Lo difícil ahora era resistirse a la tentación de volver a pasar por ella. No se podía pensar en la calle sin que una mano sorda te arrastrase hacia allí. No pensar en ella era el único expediente para no verse atraído de modo inexorable. Pero proponerse no hacerlo era ya empezar a hacerlo.
Poco a poco, insensiblemente, y por efecto de factores externos, algo, cualquier otra cosa, una excusa, ocupaba el lugar de la calle y su poder de atracción iba disminuyendo hasta agotarse.


1 comentario:

  1. Ahora bien, sería indispensable una teoría de los factores externos. Las mónadas no tienen ventanas y tampoco puertas.

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Cariñosas las observaciones