[h. 1994]
LA HERMANDAD: UNA INICIACIÓN (Logroño, 1979).
Cuando en esta ciudad se instala algún funcionario foráneo (pongamos que procede de Bilbao) en cuya maleta, rara avis, entre otros adminículos de dudosa utilidad hay una surtida colección de curiosidades, rarezas y aficiones de esas que para entendernos y por mera comodidad rotulamos de literarias, o hasta incluso o más bien, de poéticas, nadie que medianamente conozca la composición geográfica española respecto de tales especialidades o gustos mentales daría en suponer que Logroño fuera en el mapa otra cosa muy distinta a un punto muerto, último confín de esos caminos de tierra que arrugan la cara de los bosques.
Tal era, con leves variantes personales, la composición de lugar que se hizo un mi amigo bilbaíno cuando la fuerza de las cosas o la del destino o la caprichosa providencia, valga el oxímoron, o todas a la vez, lo pusieron a buscar piso con premura por las calles de Logroño, pues que, licenciado, y licenciado también del servicio de las armas, había sacado fuerzas de flaqueza para obtener en el entretanto una plaza de docente de Instituto con que subvenir a la manutención de una prole ya abultada (el bulto era pupilable).
Ocupado en esos menesteres, no había tenido ocasión aún de pensar en literaturas más allá de lo necesario para su oficio, es decir, con muy otros pensamientos, y había aparcado momentáneamente sus intereses especiales a favor de aquellos que parecían coordinar mejor con la realidad de todos los días que por entonces apretaba y apretaba. Una de esas tardes en las que el tiempo como que se avellana para amoldarse a las agujas de un polvoriento reloj de pared (motivo de decoración para una sala de profesores soñolienta por razones de edad), nuestro amigo andaba melancolizando en alguna tarea escolar inaplazable y administrativa cuando, al pasar junto a la alta hoja de la puerta del Salón de Actos, oscuro antro estofado en rojos y negros del que sólo echaba en falta los utillajes de dibujo y el ojo del Arquitecto para que fuera conspicuamente sagastino, oyó rumor de voces de juvenil e inusitado timbre. Entró. Tres cuasiadolescentes en un alto estrado a media luz se apoyaban en la mesa, herida por el único rayo trémulo al que el grandioso cortinón rojo había permitido entrar desde aquel luminoso cielo de otoño toscano que ya apreciara Sánchez Mazas y, apoyados por su aura, presentaban a un bedel (quizá también a la señora de la limpieza) una revista de poesía de nombre subyugador: L'Anguilla[1].
Con timidez vascongada, nuestro amigo se sentó al fondo de la sala. Le llamaba la atención lo chocante de la escena. Quien hubiera organizado aquello había olvidado el detalle (quizá para sus miras prescindible) del público. ¿Y los alumnos? Pues en su casa merendando. El bedel (un guardia civil retirado), sin nada que hacer, atendía interesadísimo y de vez en cuando hacía gestos de profundo asentimiento. La señora de la limpieza sacaba polvo debajo de las butacas. El amigo vascongado procuraba hilvanar las razones que un micrófono carraspeante y el extraño sistema de turnos de palabra de los intervinientes le permitían conjugar (Herrera y Reissig, Frege y el General Custer eran los autores más citados respectivamente por cada uno de los conferenciantes- presentadores, como pudo colegir con alguna dificultad). ¿Qué sistema literario o poético podían sugerir esos nombres? ¿Hacia dónde apuntaban?¿Qué apuntalaban? Pese a sus aficiones americanas, nuestro amigo no acababa de recordar ninguna edición accesible de los Collected Poems del General Custer o de que el personaje, si bien ataviado en alguna fotografía como un dandy londinense y explorador de los nineties, simultaneara la soledad de Little Bighorn con la de la escritura poética.
Aquello era un misterio. Y era más. Era una incongruencia profunda. Esto último conviene matizarlo: nuestro amigo era de Bilbao, pero a la vez no quería serlo, o más bien había llegado a repugnar cordialmente de los rasgos entonces más visibles de su país y cultura natal, en favor de otros menos evidentes en superficie pero que tenían la virtud de acariciar su corazón con doradas tradiciones amigas: él amaba secretamente las visiones del recluido de Plencia, Ramón de Basterra, bogando por la ría en compañía del emperador Trajano en una gabarra romana, amaba los sueños de imperio religioso y bizantino o búlgaro de Quadra Salcedo en las tardes de óxido iluminado del Lyon D’Or en la Atenas del Norte, cuando Unamuno instaba con grandes gritos a sus paisanos a la conquista y evangelización de las “Indias Españolas” y Juan Larrea compraba en la Calle Correo un billete de lotería porque le había pronosticado el premio en París la paloma de Patmos.
En la penumbra de aquel Salón de Actos logroñés, por entre la voz de Herrera y Reissig, de Frege y del General Custer[2] nuestro amigo creyó escuchar la vieja voz amiga en configuración nueva: una arquitectura, un impulso batallador y una belleza perdida que, integradas, tomaran forma oscuramente, secretamente. Algo tan inocente como una revista poética en marcha escondía los signos rituales de una religión, de la religión. Y quien más ritualizaba allí era precisamente Frege, el escéptico matemático. Nuestro amigo quiso unirse a ellos, presentarse, ofrecerles los signos, uno a uno, con ademán sencillo pero firme. Aquellos eran sacerdotes, estaban investidos (¡Por favor: el General Custer, al bajar del estrado, fue dejando un rastro de grandes huellas compactas de barro espeso sobre la alfombra mientras saludaba con su amplia sonrisa rubia a nuestro amigo! ¡Qué mejor señal!).
De pronto y sin saber bien cómo, se vio conversando y discutiendo animadamente con Herrera y Reissig sobre la poesía española y sus avatares (“¿Es Claudio Rodríguez un gran poeta—major poet— o sólo un buen poeta? ¿Estos poemas de Trece de Nieve, aquella revista de Valladolid que se editaba en Madrid, qué te parecen, qué tienen que ver contigo? ¿Cómo te puede gustar Blas de Otero? ¿Es alguna perversión?”). Aquel cuestionario desgarbado, que alternaba con casuales retazos de una conversación algo delirante, tenía la función oculta de servir de prueba preliminar en una ceremonia de iniciación. Recorrieron las altas galerías, esquivando sombras soñolientas hasta dar con el bar, donde se dispusieron a tomar un pequeño refrigerio: un cortado, un pacharán o tentempié semejante. Y, en uno de aquellos momentos, cuando nuestro amigo, animado por la atmósfera de Torreón de los Panoramas que Herrera había tenido la virtud de crear, citaba al viejo de Rapallo, algo así como aquello de
Mientras los muertos caminaban
y los vivos estaban hechos de cartón…
en aquel preciso instante, el rostro de Herrera se tornó de un color de uva garnacha, y tan largo como era (yo creo que algo más largo y esfuminado que ahora) vino a dar con su figura sobre la vieja tarima, sin descomponer en lo más mínimo la línea vertical. Susto, conternación de los presentes, una tila, algo…¿Alguna mala hierba se había deslizado en la copa de pacharán? Al poco rato y con gesto elegante, como con un brinco desmayado, lograba recuperar la posición erecta. El bilbaíno, oficioso samaritano, mientras le echaba una mano poco hábil en la maniobra de reconversión de la figura, juzgó oportuno traslarladarlo lejos de aquel ambiente demasiado funcionarial y ya suspicaz hacia persona tan caediza y, a fin de aprovechar al máximo el efecto benéfico que pudiera ejercer en su trastorno el oxígeno de aquella fresca tarde de otoño, lo depositó con escasa maña y variados traspiés de chambre en uno de los bancos de la plazuela aledaña al Centro.
Allí, sin perder del todo la lividez cadavérica, Herrera prosiguió impertérrito su disertación interrumpida sobre el modernismo uruguayo. Nuestro amigo podía considerarse ya investido: era un miembro iniciado de la hermandad.
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1. L’ Anguilla, con sus tres números (0,1 y 2) fue seguida por los ocho de Calle Mayor. Una recapitulación es la Antología de poesía en la Rioja. La sociedad se diversifica y amplía en las colecciones de AMG editor (Cuadernos de la Selva Profunda, La Ciudad y las Sierras y la reciente Buenas Piezas).
2. Los nombres de Herrera, Frege y Custer, como el lector local habrá adivinado, sustituyen a los de los usuarios habituales de tales autores: Alfonso Martínez Galilea, Pedro Santana y José Angel Escuín(†), respectivamente. “Nuestro amigo” vela discretamente al autor que firma este breve relato, el cual —importa advertirlo en relación con la costumbre, intensa en la Rioja, de atribuir valor de verdad a cualquier manifestación verbal oída sobre personas vivas y conocidas— es producto de la imaginación algo enfebrecida de quien escribe. Nada más. Falta, para completar el cuadro un último personaje más o menos real y vinculado a los ya citados: Francisco Ibernia, pero no sabría precisar su paradero de por entonces.
Artículo publicado, a mediados el los 90, en una pequeña y efímera revista logroñesa (creo que se llamaba La ratilla), de la que he debido de perder el correspondiente ejemplar.
Tal era, con leves variantes personales, la composición de lugar que se hizo un mi amigo bilbaíno cuando la fuerza de las cosas o la del destino o la caprichosa providencia, valga el oxímoron, o todas a la vez, lo pusieron a buscar piso con premura por las calles de Logroño, pues que, licenciado, y licenciado también del servicio de las armas, había sacado fuerzas de flaqueza para obtener en el entretanto una plaza de docente de Instituto con que subvenir a la manutención de una prole ya abultada (el bulto era pupilable).
Ocupado en esos menesteres, no había tenido ocasión aún de pensar en literaturas más allá de lo necesario para su oficio, es decir, con muy otros pensamientos, y había aparcado momentáneamente sus intereses especiales a favor de aquellos que parecían coordinar mejor con la realidad de todos los días que por entonces apretaba y apretaba. Una de esas tardes en las que el tiempo como que se avellana para amoldarse a las agujas de un polvoriento reloj de pared (motivo de decoración para una sala de profesores soñolienta por razones de edad), nuestro amigo andaba melancolizando en alguna tarea escolar inaplazable y administrativa cuando, al pasar junto a la alta hoja de la puerta del Salón de Actos, oscuro antro estofado en rojos y negros del que sólo echaba en falta los utillajes de dibujo y el ojo del Arquitecto para que fuera conspicuamente sagastino, oyó rumor de voces de juvenil e inusitado timbre. Entró. Tres cuasiadolescentes en un alto estrado a media luz se apoyaban en la mesa, herida por el único rayo trémulo al que el grandioso cortinón rojo había permitido entrar desde aquel luminoso cielo de otoño toscano que ya apreciara Sánchez Mazas y, apoyados por su aura, presentaban a un bedel (quizá también a la señora de la limpieza) una revista de poesía de nombre subyugador: L'Anguilla[1].
Con timidez vascongada, nuestro amigo se sentó al fondo de la sala. Le llamaba la atención lo chocante de la escena. Quien hubiera organizado aquello había olvidado el detalle (quizá para sus miras prescindible) del público. ¿Y los alumnos? Pues en su casa merendando. El bedel (un guardia civil retirado), sin nada que hacer, atendía interesadísimo y de vez en cuando hacía gestos de profundo asentimiento. La señora de la limpieza sacaba polvo debajo de las butacas. El amigo vascongado procuraba hilvanar las razones que un micrófono carraspeante y el extraño sistema de turnos de palabra de los intervinientes le permitían conjugar (Herrera y Reissig, Frege y el General Custer eran los autores más citados respectivamente por cada uno de los conferenciantes- presentadores, como pudo colegir con alguna dificultad). ¿Qué sistema literario o poético podían sugerir esos nombres? ¿Hacia dónde apuntaban?¿Qué apuntalaban? Pese a sus aficiones americanas, nuestro amigo no acababa de recordar ninguna edición accesible de los Collected Poems del General Custer o de que el personaje, si bien ataviado en alguna fotografía como un dandy londinense y explorador de los nineties, simultaneara la soledad de Little Bighorn con la de la escritura poética.
Aquello era un misterio. Y era más. Era una incongruencia profunda. Esto último conviene matizarlo: nuestro amigo era de Bilbao, pero a la vez no quería serlo, o más bien había llegado a repugnar cordialmente de los rasgos entonces más visibles de su país y cultura natal, en favor de otros menos evidentes en superficie pero que tenían la virtud de acariciar su corazón con doradas tradiciones amigas: él amaba secretamente las visiones del recluido de Plencia, Ramón de Basterra, bogando por la ría en compañía del emperador Trajano en una gabarra romana, amaba los sueños de imperio religioso y bizantino o búlgaro de Quadra Salcedo en las tardes de óxido iluminado del Lyon D’Or en la Atenas del Norte, cuando Unamuno instaba con grandes gritos a sus paisanos a la conquista y evangelización de las “Indias Españolas” y Juan Larrea compraba en la Calle Correo un billete de lotería porque le había pronosticado el premio en París la paloma de Patmos.
En la penumbra de aquel Salón de Actos logroñés, por entre la voz de Herrera y Reissig, de Frege y del General Custer[2] nuestro amigo creyó escuchar la vieja voz amiga en configuración nueva: una arquitectura, un impulso batallador y una belleza perdida que, integradas, tomaran forma oscuramente, secretamente. Algo tan inocente como una revista poética en marcha escondía los signos rituales de una religión, de la religión. Y quien más ritualizaba allí era precisamente Frege, el escéptico matemático. Nuestro amigo quiso unirse a ellos, presentarse, ofrecerles los signos, uno a uno, con ademán sencillo pero firme. Aquellos eran sacerdotes, estaban investidos (¡Por favor: el General Custer, al bajar del estrado, fue dejando un rastro de grandes huellas compactas de barro espeso sobre la alfombra mientras saludaba con su amplia sonrisa rubia a nuestro amigo! ¡Qué mejor señal!).
De pronto y sin saber bien cómo, se vio conversando y discutiendo animadamente con Herrera y Reissig sobre la poesía española y sus avatares (“¿Es Claudio Rodríguez un gran poeta—major poet— o sólo un buen poeta? ¿Estos poemas de Trece de Nieve, aquella revista de Valladolid que se editaba en Madrid, qué te parecen, qué tienen que ver contigo? ¿Cómo te puede gustar Blas de Otero? ¿Es alguna perversión?”). Aquel cuestionario desgarbado, que alternaba con casuales retazos de una conversación algo delirante, tenía la función oculta de servir de prueba preliminar en una ceremonia de iniciación. Recorrieron las altas galerías, esquivando sombras soñolientas hasta dar con el bar, donde se dispusieron a tomar un pequeño refrigerio: un cortado, un pacharán o tentempié semejante. Y, en uno de aquellos momentos, cuando nuestro amigo, animado por la atmósfera de Torreón de los Panoramas que Herrera había tenido la virtud de crear, citaba al viejo de Rapallo, algo así como aquello de
Mientras los muertos caminaban
y los vivos estaban hechos de cartón…
en aquel preciso instante, el rostro de Herrera se tornó de un color de uva garnacha, y tan largo como era (yo creo que algo más largo y esfuminado que ahora) vino a dar con su figura sobre la vieja tarima, sin descomponer en lo más mínimo la línea vertical. Susto, conternación de los presentes, una tila, algo…¿Alguna mala hierba se había deslizado en la copa de pacharán? Al poco rato y con gesto elegante, como con un brinco desmayado, lograba recuperar la posición erecta. El bilbaíno, oficioso samaritano, mientras le echaba una mano poco hábil en la maniobra de reconversión de la figura, juzgó oportuno traslarladarlo lejos de aquel ambiente demasiado funcionarial y ya suspicaz hacia persona tan caediza y, a fin de aprovechar al máximo el efecto benéfico que pudiera ejercer en su trastorno el oxígeno de aquella fresca tarde de otoño, lo depositó con escasa maña y variados traspiés de chambre en uno de los bancos de la plazuela aledaña al Centro.
Allí, sin perder del todo la lividez cadavérica, Herrera prosiguió impertérrito su disertación interrumpida sobre el modernismo uruguayo. Nuestro amigo podía considerarse ya investido: era un miembro iniciado de la hermandad.
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1. L’ Anguilla, con sus tres números (0,1 y 2) fue seguida por los ocho de Calle Mayor. Una recapitulación es la Antología de poesía en la Rioja. La sociedad se diversifica y amplía en las colecciones de AMG editor (Cuadernos de la Selva Profunda, La Ciudad y las Sierras y la reciente Buenas Piezas).
2. Los nombres de Herrera, Frege y Custer, como el lector local habrá adivinado, sustituyen a los de los usuarios habituales de tales autores: Alfonso Martínez Galilea, Pedro Santana y José Angel Escuín(†), respectivamente. “Nuestro amigo” vela discretamente al autor que firma este breve relato, el cual —importa advertirlo en relación con la costumbre, intensa en la Rioja, de atribuir valor de verdad a cualquier manifestación verbal oída sobre personas vivas y conocidas— es producto de la imaginación algo enfebrecida de quien escribe. Nada más. Falta, para completar el cuadro un último personaje más o menos real y vinculado a los ya citados: Francisco Ibernia, pero no sabría precisar su paradero de por entonces.
Artículo publicado, a mediados el los 90, en una pequeña y efímera revista logroñesa (creo que se llamaba La ratilla), de la que he debido de perder el correspondiente ejemplar.
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Cariñosas las observaciones